La grandeza de Kirk Douglas convierte su muerte en un mero dato cronológico. Hace mucho que es inmortal. El más simple vistazo a su legado obnubila a cualquier amante del cine de todas las épocas.
Debutó como actor en un maravilloso «film noir»: The Strange Love of Martha Ivers (1946). Después actuó en Out of the Past (1947), que siempre figura en la lista de los diez o cinco mejores «noirs» de todos los tiempos, en gran parte por la contraposición entre el siniestro y ladino gánster al que Douglas dio vida y el triste detective con ojos de réptil que no podía ser otro que Robert Mitchum.
Luego protagonizó Paths of Glory (1957), al decir de Roger Ebert, quizás el único filme verdaderamente antibélico y el más poderoso de Kubrick, pues junto con The Killing es el menos recargado con los caprichos estilísticos tan celebrados por aquellos cinéfilos que son directores en potencia o por aquellos cineastas obsesos con la creación de su marca registrada. Esa nitidez de la narración hace que el mensaje de POG golpee con todo su patetismo y desolación al espectador, sin ese guante de seda de las lentitudes y los silencios innecesarios en el diálogo que los narradores se ponen para hacer trucos de prestidigitación cuando no confían en la trama o cuando consideran que su ego es más interesante que cualquier historia.
Su actuación en Ace in the Hole (1951), otra de las magníficas hazañas de Billy Wilder, representa a Douglas en su cumbre: un talento, corrijo, un genio para interpretar a canallas con tanta pasión, tanto entendimiento de la naturaleza humana, que uno termina no solo simpatizando, sino identificándose con ellos. Todo lo contrario a esa integridad falible que supo representar tan magistralmente en Paths of Glory.
¿Qué decir de su aparición en The Bad and the Beautiful (1952), esa joya de inolvidable elegancia dirigida por Vincente Minelli? De nuevo, no queda sino admirar esa electricidad y empatía con la que encarnaba la codicia, la lujuria, el rencor, pero también el sentimiento de incomprensión, la enajenación y la nobleza oculta en los villanos o en los antihéroes.
¿Y el vaquero anacrónico, homérico, de Lonely are the Brave (1962)? Se agotan los adjetivos.
Kirk Douglas no era un galán que, al sentir en sus facciones el polvo de los años, hizo la transición al «cine serio» o «cine arte». Fue un artista que desde el principio trabajó con su ira y sus convicciones más hondas, con las tensiones más profundas de sus emociones y de su conciencia, para crear los personajes más inquietantes y mágicos. Inquietantes, porque son personas como nosotros, aunque nos pese admitirlo: falibles, contradictorias, que nunca terminan de conocerse, capaces de lo peor en busca de lo que creen mejor para sí mismas; son mágicos porque no olvidaremos nunca su humanidad tan terrible y cercana.
Gracias, míster Kirk Douglas.

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