
Uno recuerda de sus profesores la pasión vehemente o atemperada con la que recitaban un verso o un aforismo, relataban un episodio histórico o una anécdota biográfica, o criticaban a un partido político o a un caudillo. Lo demás es pasto del olvido, por mucho que los fetichistas de «la objetividad», «la imparcialidad» y «el desapasionamiento» académicos nos quieran hacer creer.
Recuerdo, por ejemplo, que Arcadio Macías, gran amigo al que debo la práctica terca y mendicante de la poesía, consagró una clase entera a un análisis del Lied Marino, de Álvaro Mutis, desbaratando el poema sílaba por sílaba con la paciencia y el rigor de un mecánico aficionado a los autos lujosos. Confieso que, a pesar de padecer desde años anteriores la adicción a la literatura, yo mismo me preguntaba, como la mayoría de mis compañeros, si un poema tan breve y no tan antológico ameritaba un estudio tan detallado. Pero lo que ha quedado grabado en mi memoria es la concentración de Arcadio ante el tablero, su manera de admirar los fonemas del lied como si se hallara ante una cantidad de piedras preciosas regadas sobre una mesa.
Recuerdo también un descanso del colegio en que Fernando Echeverry, profesor de Historia, repetía extasiado unos versos de César Vallejo: «Su sabor a cañas de mayo del lugar», saboreando aquella evocación tan específica. O el instante en que Francisco Ocampo, vilmente asesinado por la Policía de Cali, se despachó contra Guillermo Valencia, recreando con inolvidable humor el momento en el que el expresidente confundió a Francisco Franco con Chales de Gaulle por andar perdido de la borrachera. O la forma en que Francisco Burbano citaba a Héctor Lavoe en plena clase sobre los hunos o sobre Carlomagno. O la decisión de Alexánder Salinas de cambiar el programa literario de grado once, destinado a la alabanza de Homero, Dante, Shakespeare y otros clásicos, para pegarnos el chicle de la narrativa policial.
En la universidad tuve maestros apasionados a los que debo admiraciones e inquietudes por la Gramática, la Antropología, la Semiótica, la Fenomenología, la Retórica y el cine documental. Son tantos los nombres que me abstengo de mencionarlos por no incurrir en la dolorosa injusticia de obviar alguno. Para ilustrar mi punto sobre la trascendencia de la pasión hablaré de un profesor cuyo nombre tristemente he olvidado, porque estuvo con nosotros apenas unas semanas y nunca lo volví a ver en el campus. Recuerdo su rostro y su voz vagamente, pero lo que definitivamente me quedó y quedará grabado era su entusiasmo por Nietzsche y Wittgenstein, cuyos avances reconocía con profundo respeto y con la lucidez necesaria para motivar al oyente interesado en filosofía a releer a esos autores, sin generar en ningún momento la repelencia de los idólatras.
Gracias a Moore, las imágenes de ese Flint desolado como una versión moderna de los pueblos remotos en los westerns, con sus avenidas transitadas por una soledad apocalíptica y sus casas de madera carcomida por la pobreza y la resignación, pertenecen ya a la historia del cine. Y no a ese cine especializado, catedrático, soso y pomposo, limitado a los festivales y a las universidades, sino al cine para todos, el cine de Chaplin y de Vittorio de Sica, de Billy Wilder y Sergio Leone.
A través de los documentales de Moore, nos miran los habitantes de Flint y podemos ver las lágrimas y la desolación de sus miradas sin las prótesis y el maquillaje con los que la industria cinematográfica disfraza a un divo o una diva multimillonaria de madre abandonada o inquilino arruinado. Y es Moore quien ha respondido más sonoramente a los ladridos y las provocaciones belicistas de la godarria estadounidense, empecinada en mostrar sus colmillos y sus balas a las minorías y a quienes no se convencen aún de que la supremacía económica de ciertos sectores de la población demuestra —como quieren hacernos creer los panfletarios de Fox News— una supremacía cultural e intelectual.
A Moore, por supuesto, no le faltan los críticos. Uno de ellos es el ilusionista «libertario» Penn Jillette, que ha acusado al documentalista de lucrarse con las emociones de la masa mal informada. Como los libertarios no conocen otra emoción que la codicia, les parece vulgar y ridículo sucumbir a las indignaciones y los temores colectivos. Se parecen en esto a los tecnócratas y a los centristas que en Colombia miran con desdén toda reacción enérgica frente a los mal llamados «falsos positivos», los índices estratosféricos de pobreza en el país, el exterminio progresivo de líderes sociales y la manipulación del sistema jurídico en manos del uribismo imperante.
¿Pero qué le queda a quienes pierden la capacidad de indignarse? ¿No es la indignación una forma de empatía? Es cierto que la indignación puede manipularse cuando son muchos los descontentos, tantos que proponer soluciones se califica de demagógico o utópico. Sin embargo, la indignación conduce a la lectura, al debate, a la acción. Acostumbrarse, como en el caso de Colombia, al genocidio, a la desaparición y la represión brutal de la protesta y la denuncia, lleva a encogerse de hombros ante miles de muertos, tragedias familiares y el destierro de líderes y periodistas.
Los mecanicistas del documental, los neuróticos de la crítica, los monárquicos del desapasionamiento a la izquierda, el pretendido centro y la derecha, seguirán condenando a Moore por cederles el micrófono a quienes sufren las desigualdades sociopolíticas de los Estados Unidos, a las víctimas del culto fálico a las armas, y a quienes lúcida o ingenuamente se lanzan a la política para tratar de dirigir al país hacia una práctica más incluyente y menos elitista de la democracia. De todas formas, ningún realizador con la popularidad y el carisma de Moore le ha mostrado al mundo la vigilia del «sueño americano», ese enfrentamiento entre desposeídos que se aferran a la supremacía étnica porque no tienen nada más y los otros desposeídos que no tienen ningún orgullo para distraerse del hambre y la desesperanza.
Las elites «liberales» de los Estados Unidos, como los tecnócratas «moderados» de Colombia, ignoran deliberada o inconscientemente el inmenso poderío del desencanto y la rabia. Carecen de empatía y de la claridad de pensamiento para comprender que las emociones y los mensajes elementales son el motor, no solo del electorado, sino de nuestras vidas. ¿Qué son las metas personales sino imágenes y afirmaciones cuya efectividad se debe precisamente a la sencillez? ¿Cuántos de estos sesudos analistas de la economía y la politología no están compensando una carencia de la niñez con un rosario de títulos universitarios o no se la pasan ordeñando sus conexiones políticas para cumplir el sueño infantil de viajar por el mundo gracias a becas oficiales y cargos diplomáticos? La vanidad y la mezquindad les impide entender cómo funcionan los orgullos raciales, los miedos de las minorías étnicas, los comportamientos de los electores de izquierda tanto tiempo amenazados por caudillos antiizquierdistas y la rabia de los marginados.
Prisioneros en su jaula de espejos, estos videntes condenan al electorado por caer en la seducción del autoritarismo y del mesianismo, y por no confiar en esas reencarnaciones de Solon o Marco Aurelio, lerdas en su discurso y desconectadas por completo con el sufrimiento humano, como lo ilustra perfectamente el vínculo de Fajardo con Hidruituango.
A muchos líderes altruistas y analistas honestamente comprometidos con el fortalecimiento de la democracia les convendría estudiar los documentales de Moore sin despreciarlos como «propaganda». Al fin de cuentas, las ideas son para comunicarlas, esto es, propagarlas. Además del lenguaje, el otro medio de propagación son las emociones. Nadie se rebaja cuando se conmueve ante el sufrimiento ajeno o, al menos, cuando intenta comprenderlo. Nadie es menos por compartir el malestar, la incertidumbre o la tristeza de otro ser humano. Por el contrario, la indiferencia automática o forzada ante lo que sucede a otros es una pérdida de la humanidad propia.
La propaganda es, pues, indispensable. Toda obra tiene una intencionalidad, un fin, ya sea que nos quiera alguien, que nos recuerde un amigo o un lector de otro tiempo, o —triste propósito— que nos admiren quienes no nos conocen. Moore, como dicen sus críticos, es un propagandista. Y vaya que en ello es un maestro: alguien de quien se puede aprender este oficio o ese arte de mover o remover las emociones de los otros. Cuando el empeño es promover la compasión, el interés por los excluidos y los vulnerables, solo los sadomasoquistas políticos y los narcisistas ideológicos pueden condenar enérgicamente la empresa.
Que Moore no es un santo, que es un millonario, que es un socialista con mansión, que banaliza debates complicados son algunas de las observaciones de los perfeccionistas, aquellos que leen biografías y buscan chismes en redes sociales para menospreciar las obras de otros autores y ensalzar la moral propia. Como la perfección me aburre, dejaré que el lector valore esta página exaltada o la menosprecie por reivindicar a un cineasta mundialmente famoso.
No me importa. Esto también es propaganda.
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