miércoles, 16 de marzo de 2022

Petro y el teatro político

Tendría yo unos diez u once años cuando, picado por una idealización de la vida en los campos, agarré un azadón y empecé a cavar en el gran potrero que estaba detrás de la casa de mis abuelos maternos. Pensaba abrir un hueco enorme y después echarle todo tipo de semillas que, por supuesto, no sabía de dónde sacar.

Unos primos más pequeños me vieron y los convencí de que me ayudaran. Les dije que íbamos a cultivar hierbabuena, tomillo, perejil, cilantro, mandarinas, mangos, manzanas, piñas y cuanto nombre del reino vegetal se me viniera a la cabeza. Buscaron palas, picas e incluso un machete en los alrededores y unos minutos después todos cabíamos en el hoyo. Sus bordes nos daban a la cintura. 

Eso fue durante una fiesta familiar, quizás un cumpleaños. Los adultos y los viejos andaban distraídos en charlas y tragos. De repente, mi abuelo Gabriel nos gritó desde la casa y rápidamente nos quitó las herramientas del juego con su fuerza de campesino. "¡Ustedes no saben lo que están haciendo! ¡Váyanse pa dentro!" Fue la única vez que lo vi tan enojado con sus nietos. 

Leyendo las declaraciones de Petro en varios periódicos, sus trinos y los del estrafalario e insulso Gustavo Bolívar, así como los lemas manidos y mesiánicos de sus entusiastas ad honórem y de sus influenciadores de a peso, se me ha venido a la cabeza esa tarde de mi niñez, porque Petro está haciendo algo muy parecido a lo que yo hice en ese potrerito de Obando, con tres grandes diferencias: Petro y sus seguidores no son niños, como yo y mis primos lo éramos; Colombia no es un pastizal donde solo comen un caballo flaco y un ternero escuálido; nosotros simplemente queríamos jugar a los agricultores, no lanzar al país hacia una idea de futuro a empujones y patadas

Petro está haciendo campaña en una nación imaginaria, donde la rama legislativa es bastante joven, progresista y tecnocrática, donde un porcentaje notable del presupuesto nacional se ha podido destinar durante muchos años a la investigación y al empleo de fuentes alternativas de energía, y donde las exportaciones o los servicios garantizan la competitividad internacional y un incremento sostenido de la calidad de vida. Uno lo lee y se pregunta desde la distancia por qué se fue de Colombia, esa Noruega, esa Finlandia tropical. Pero cuando uno vuelve a pasar vacaciones en su tierra, sospecha que Petro se ha desvelado muchas noches ojeando a Zizek y a otros rockstars de la neoizquierda que ofrecen sus pastiches ideológicos como una solución homeopática a los problemas de la macroeconomía y del medioambiente. 

Políticamente, Petro se asemeja a los ensayos de William Ospina: hay una tendencia al sermón laico, a pregonar que la utopía está a la vuelta de la esquina, que uno se la va a encontrar de frente si se siente más orgulloso de sus raíces y menos yanqui o menos europeo, si desdeña el origen francés de la palabra «gamín» y abraza de corazón lo popular o, como hablaría Petro, el sssssentirrrrr del pueblo, esa abstracción en nombre de la cual sus autodenominados intérpretes justifican el autoritarismo, la corrupción y la ineptitud. 

Al anunciar medidas de emergencia que otorgan poderes extraordinarios antes de posesionarse, proponer la construcción de un tren que atraviese a Colombia —un país donde obras mucho menos ambiciosas no empiezan siquiera a construirse durante el periodo de un alcalde—, asegurar que sus propuestas idílico-nacionalistas en materia de aranceles e hidrocarburos están por encima de tendencias económicas empíricamente demostradas, y amenazar la independencia de las instituciones para garantizar su integridad desde el Estado (léase «yo»), Petro se consolida en la imaginación de sus electores como el hombre que no le teme a nada, que no duda, que no cede, y por esa misma temeridad y dogmatismo partirá en dos la historia colombiana. 

«Si no es Petro, ¿quién más?», leí esta tarde en Twitter. Pagado o no, ese trino es una prueba de lo eficaz que resulta el teatro político. De izquierda a derecha se le promete al elector un retorno a grandezas imperiales, una defensa agresiva contra las hordas de inmigrantes, indigentes, homosexuales y transexuales que se están adueñando del poder, los recursos y la educación de las potencias blancas y cristianas, o una llegada milagrosa a un futuro utópico en el que los barriles de petróleo solo se vean en los museos y cada hogar y parque de las ciudades y los pueblos cuente con un opulento huerto orgánico. 

En mi opinión, la segunda utopía merece ser soñada y realizada mediante esfuerzos continuados. Gustavo Petro carece de la lucidez y el poder de persuasión para iniciar ese camino. Su clara tendencia a rendirse culto, su evidente incapacidad de trabajar en equipo —¿por qué otras figuras de la izquierda con una trayectoria ilustre en el Senado, en alcaldías y gobernaciones no lo respaldan? ¿Cómo olvidar esa telenovela fastidiosa de rencillas internas que fue su gobierno en Bogotá?— y su discurso de sílabas alargadas, pegajoso y con el mismo valor nutricional de un chicle, son los ingredientes de otra fórmula para el desastre

Pobre Colombia y pobres los colombianos. Pasaremos seguramente del ultraje uribista a un régimen de la intención y del tropiezo, del gesto y de la decepción, de la arbitrariedad y la contradicción. Petro, ese mismo que como Senador votó por Torquemada Ordóñez cuando este aspiraba la Procuraduría y justificó semejante desatino vanagloriándose de su magnánima tolerancia, llegará a la Casa de Nariño posando de Lenin, mas en la práctica será tristemente idéntico a López Obrador, el comediante involuntario que algunos todavía idolatran, pero que terminará siendo un chiste largo y sin gracia en la historia mexicana. 

En su campaña a la Alcaldía de Bogotá o en su anterior a la Presidencia, Petro peroraba sobre «la política del amorrrrrrr». ¿Qué era eso? Simplemente, tratar de convencer a indiferentes, escépticos, independientes y adversarios con el discurso. En palabras llanas, el ejercicio elemental de la política en un sistema democrático. Eso es Petro ahora: ruido y vacuidad. 

Como senador de la oposición, Petro era formidable. Sus denuncias de la parapolítica en un país en el que Uribe no concluía aún su segundo mandato  y donde tantos llevan un paramilitar en el corazón, como muy aceradamente escribió Antonio Caballero, deslumbraban por su valentía y claridad. Pero le pasa lo mismo que a Jorge Robledo: se le empequeñece el alma cuando toma el camino hacia el poder. En el papel de opositores, la indignación los engrandece; en el de candidatos, los hace tercos, mezquinos, inviables.

Lamentablemente, también son pobres las alternativas con las que contamos los reformistas de izquierda. Los narcisitas tecnocráticos postularon y quemaron a Alejandro Gaviria, esa mezcla de Solón y Einstein que enreda los mensajes más elementales con una prosa de humanista primíparo. Pese a posar en casi todas las fotos acariciándose la barbilla y mirando al vacío, Gaviria no pensó lo suficiente antes de aliarse con reconocidos politiqueros. El electorado reaccionó ante el eclipse de esa mente tan alabada por sus propagandistas intelectuales y académicos botándolo más que votándolo en la consulta presidencial de su partido. Queda en carrera en lo menos soso y arrogante Sergio Fajardo, sin grandes opciones debido a la indeterminación de su carácter y la lentitud de sus reacciones. Fajardo confunde la independencia con la cobardía, la mesura con la falta de claridad, la sindéresis con la soberbia. 

Obviamente, ese muñeco de feria del autoritarismo uribista vestido  con ropas nuevas y llamado Federico Gutierrez no es una opción de cambio. 

Veremos qué semilla de esperanza cae al hueco. No creo que vaya a florecer. Ojalá me equivoque por completo.  Quiero, como nunca antes en la vida, estar totalmente equivocado.

domingo, 15 de agosto de 2021

Michael Moore y el inmenso valor de la propaganda


BABYLON in Berlin - Fahrenheit 11/9 | Preview Screening


Uno recuerda de sus profesores la pasión vehemente o atemperada con la que recitaban un verso o un aforismo, relataban un episodio histórico o una anécdota biográfica, o criticaban a un partido político o a un caudillo. Lo demás es pasto del olvido, por mucho que los fetichistas de «la objetividad», «la imparcialidad» y «el desapasionamiento» académicos nos quieran hacer creer.

Recuerdo, por ejemplo, que Arcadio Macías, gran amigo al que debo la práctica terca y mendicante de la poesía, consagró una clase entera a un análisis del Lied Marino, de Álvaro Mutis, desbaratando el poema sílaba por sílaba con la paciencia y el rigor de un mecánico aficionado a los autos lujosos. Confieso que, a pesar de padecer desde años anteriores la adicción a la literatura, yo mismo me preguntaba, como la mayoría de mis compañeros, si un poema tan breve y no tan antológico ameritaba un estudio tan detallado. Pero lo que ha quedado grabado en mi memoria es la concentración de Arcadio ante el tablero, su manera de admirar los fonemas del lied como si se hallara ante una cantidad de piedras preciosas regadas sobre una mesa.

Recuerdo también un descanso del colegio en que Fernando Echeverry, profesor de Historia, repetía extasiado unos versos de César Vallejo: «Su sabor a cañas de mayo del lugar», saboreando aquella evocación tan específica. O el instante en que Francisco Ocampo, vilmente asesinado por la Policía de Cali, se despachó contra Guillermo Valencia, recreando con inolvidable humor el momento en el que el expresidente confundió a Francisco Franco con Chales de Gaulle por andar perdido de la borrachera. O la forma en que Francisco Burbano citaba a Héctor Lavoe en plena clase sobre los hunos o sobre Carlomagno. O la decisión de Alexánder Salinas de cambiar el programa literario de grado once, destinado a la alabanza de Homero, Dante, Shakespeare y otros clásicos, para pegarnos el chicle de la narrativa policial.

En la universidad tuve maestros apasionados a los que debo admiraciones e inquietudes por la Gramática, la Antropología, la Semiótica, la Fenomenología, la Retórica y el cine documental. Son tantos los nombres que me abstengo de mencionarlos por no incurrir en la dolorosa injusticia de obviar alguno. Para ilustrar mi punto sobre la trascendencia de la pasión hablaré de un profesor cuyo nombre tristemente he olvidado, porque estuvo con nosotros apenas unas semanas y nunca lo volví a ver en el campus. Recuerdo su rostro y su voz vagamente, pero lo que definitivamente me quedó y quedará grabado era su entusiasmo por Nietzsche y Wittgenstein, cuyos avances reconocía con profundo respeto y con la lucidez necesaria para motivar al oyente interesado en filosofía a releer a esos autores, sin generar en ningún momento la repelencia de los idólatras.

Por otro lado, en la universidad conocí por primera vez la figura del humanista glacial. Uno de mis docentes allí fue el arquetipo del experto robótico. Jamás alzaba la voz. Ningún gesto de indignación o ironía le descuadernaba la cara. Recuerdo, eso sí, una de sus afirmaciones: que los historiadores de otros países eran mejores que los nuestros a la hora de analizar el pasado y la actualidad de Colombia. ¿La razón? No estaban contaminados por la pasión. No puedo contar más detalles, más por cuestión de olvido que de prudencia. 

Pensé en todos los educadores a los que debo el rumbo de mi pensamiento mientras veía Fahrenheit 11/9, el documental de Michael Moore sobre la elección de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, y también en los críticos de la derecha, el centro y la izquierda que criticaban al documentalista por ser nada más que un propagandista.

Gracias a Moore, las imágenes de ese Flint desolado como una versión moderna de los pueblos remotos en los westerns, con sus avenidas transitadas por una soledad apocalíptica y sus casas de madera carcomida por la pobreza y la resignación, pertenecen ya a la historia del cine. Y no a ese cine especializado, catedrático, soso y pomposo, limitado a los festivales y a las universidades, sino al cine para todos, el cine de Chaplin y de Vittorio de Sica, de Billy Wilder y Sergio Leone.

A través de los documentales de Moore, nos miran los habitantes de Flint y podemos ver las lágrimas y la desolación de sus miradas sin las prótesis y el maquillaje con los que la industria cinematográfica disfraza a un divo o una diva multimillonaria de madre abandonada o inquilino arruinado. Y es Moore quien ha respondido más sonoramente a los ladridos y las provocaciones belicistas de la godarria estadounidense, empecinada en mostrar sus colmillos y sus balas a las minorías y a quienes no se convencen aún de que la supremacía económica de ciertos sectores de la población demuestra —como quieren hacernos creer los panfletarios de Fox News— una supremacía cultural e intelectual.

A Moore, por supuesto, no le faltan los críticos. Uno de ellos es el ilusionista «libertario» Penn Jillette, que ha acusado al documentalista de lucrarse con las emociones de la masa mal informada. Como los libertarios no conocen otra emoción que la codicia, les parece vulgar y ridículo sucumbir a las indignaciones y los temores colectivos. Se parecen en esto a los tecnócratas y a los centristas que en Colombia miran con desdén toda reacción enérgica frente a los mal llamados «falsos positivos», los índices estratosféricos de pobreza en el país, el exterminio progresivo de líderes sociales y la manipulación del sistema jurídico en manos del uribismo imperante.

¿Pero qué le queda a quienes pierden la capacidad de indignarse? ¿No es la indignación una forma de empatía? Es cierto que la indignación puede manipularse cuando son muchos los descontentos, tantos que proponer soluciones se califica de demagógico o utópico. Sin embargo, la indignación conduce a la lectura, al debate, a la acción. Acostumbrarse, como en el caso de Colombia, al genocidio, a la desaparición y la represión brutal de la protesta y la denuncia, lleva a encogerse de hombros ante miles de muertos, tragedias familiares y el destierro de líderes y periodistas.

Los mecanicistas del documental, los neuróticos de la crítica, los monárquicos del desapasionamiento a la izquierda, el pretendido centro y la derecha, seguirán condenando a Moore por cederles el micrófono a quienes sufren las desigualdades sociopolíticas de los Estados Unidos, a las víctimas del culto fálico a las armas, y a quienes lúcida o ingenuamente se lanzan a la política para tratar de dirigir al país hacia una práctica más incluyente y menos elitista de la democracia. De todas formas, ningún realizador con la popularidad y el carisma de Moore le ha mostrado al mundo la vigilia del «sueño americano», ese enfrentamiento entre desposeídos que se aferran a la supremacía étnica porque no tienen nada más y los otros desposeídos que no tienen ningún orgullo para distraerse del hambre y la desesperanza.

Las elites «liberales» de los Estados Unidos, como los tecnócratas «moderados» de Colombia, ignoran deliberada o inconscientemente el inmenso poderío del desencanto y la rabia. Carecen de empatía y de la claridad de pensamiento para comprender que las emociones y los mensajes elementales son el motor, no solo del electorado, sino de nuestras vidas. ¿Qué son las metas personales sino imágenes y afirmaciones cuya efectividad se debe precisamente a la sencillez? ¿Cuántos de estos sesudos analistas de la economía y la politología no están compensando una carencia de la niñez con un rosario de títulos universitarios o no se la pasan ordeñando sus conexiones políticas para cumplir el sueño infantil de viajar por el mundo gracias a becas oficiales y cargos diplomáticos? La vanidad y la mezquindad les impide entender cómo funcionan los orgullos raciales, los miedos de las minorías étnicas, los comportamientos de los electores de izquierda tanto tiempo amenazados por caudillos antiizquierdistas y la rabia de los marginados.

Prisioneros en su jaula de espejos, estos videntes condenan al electorado por caer en la seducción del autoritarismo y del mesianismo, y por no confiar en esas reencarnaciones de Solon o Marco Aurelio, lerdas en su discurso y desconectadas por completo con el sufrimiento humano, como lo ilustra perfectamente el vínculo de Fajardo con Hidruituango.

A muchos líderes altruistas y analistas honestamente comprometidos con el fortalecimiento de la democracia les convendría estudiar los documentales de Moore sin despreciarlos como «propaganda». Al fin de cuentas, las ideas son para comunicarlas, esto es, propagarlas. Además del lenguaje, el otro medio de propagación son las emociones. Nadie se rebaja cuando se conmueve ante el sufrimiento ajeno o, al menos, cuando intenta comprenderlo. Nadie es menos por compartir el malestar, la incertidumbre o la tristeza de otro ser humano. Por el contrario, la indiferencia automática o forzada ante lo que sucede a otros es una pérdida de la humanidad propia.

La propaganda es, pues, indispensable. Toda obra tiene una intencionalidad, un fin, ya sea que nos quiera alguien, que nos recuerde un amigo o un lector de otro tiempo, o —triste propósito— que nos admiren quienes no nos conocen. Moore, como dicen sus críticos, es un propagandista. Y vaya que en ello es un maestro: alguien de quien se puede aprender este oficio o ese arte de mover o remover las emociones de los otros. Cuando el empeño es promover la compasión, el interés por los excluidos y los vulnerables, solo los sadomasoquistas políticos y los narcisistas ideológicos pueden condenar enérgicamente la empresa.

Que Moore no es un santo, que es un millonario, que es un socialista con mansión, que banaliza debates complicados son algunas de las observaciones de los perfeccionistas, aquellos que leen biografías y buscan chismes en redes sociales para menospreciar las obras de otros autores y ensalzar la moral propia. Como la perfección me aburre, dejaré que el lector valore esta página exaltada o la menosprecie por reivindicar a un cineasta mundialmente famoso.

No me importa. Esto también es propaganda.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Kirk Douglas es eterno


La grandeza de Kirk Douglas convierte su muerte en un mero dato cronológico. Hace mucho que es inmortal. El más simple vistazo a su legado obnubila a cualquier amante del cine de todas las épocas.

Debutó como actor en un maravilloso «film noir»: The Strange Love of Martha Ivers (1946). Después actuó en Out of the Past (1947), que siempre figura en la lista de los diez o cinco mejores «noirs» de todos los tiempos, en gran parte por la contraposición entre el siniestro y ladino gánster al que Douglas dio vida y el triste detective con ojos de réptil que no podía ser otro que Robert Mitchum.

Luego protagonizó Paths of Glory (1957), al decir de Roger Ebert, quizás el único filme verdaderamente antibélico y el más poderoso de Kubrick, pues junto con The Killing es el menos recargado con los caprichos estilísticos tan celebrados por aquellos cinéfilos que son directores en potencia o por aquellos cineastas obsesos con la creación de su marca registrada. Esa nitidez de la narración hace que el mensaje de POG golpee con todo su patetismo y desolación al espectador, sin ese guante de seda de las lentitudes y los silencios innecesarios en el diálogo que los narradores se ponen para hacer trucos de prestidigitación cuando no confían en la trama o cuando consideran que su ego es más interesante que cualquier historia.

Su actuación en Ace in the Hole (1951), otra de las magníficas hazañas de Billy Wilder, representa a Douglas en su cumbre: un talento, corrijo, un genio para interpretar a canallas con tanta pasión, tanto entendimiento de la naturaleza humana, que uno termina no solo simpatizando, sino identificándose con ellos. Todo lo contrario a esa integridad falible que supo representar tan magistralmente en Paths of Glory.

¿Qué decir de su aparición en The Bad and the Beautiful (1952), esa joya de inolvidable elegancia dirigida por Vincente Minelli? De nuevo, no queda sino admirar esa electricidad y empatía con la que encarnaba la codicia, la lujuria, el rencor, pero también el sentimiento de incomprensión, la enajenación y la nobleza oculta en los villanos o en los antihéroes.

¿Y el vaquero anacrónico, homérico, de Lonely are the Brave (1962)? Se agotan los adjetivos.

Kirk Douglas no era un galán que, al sentir en sus facciones el polvo de los años, hizo la transición al «cine serio» o «cine arte». Fue un artista que desde el principio trabajó con su ira y sus convicciones más hondas, con las tensiones más profundas de sus emociones y de su conciencia, para crear los personajes más inquietantes y mágicos. Inquietantes, porque son personas como nosotros, aunque nos pese admitirlo: falibles, contradictorias, que nunca terminan de conocerse, capaces de lo peor en busca de lo que creen mejor para sí mismas; son mágicos porque no olvidaremos nunca su humanidad tan terrible y cercana.

Gracias, míster Kirk Douglas.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Réquiem

A mi padre,
Horacio Rosales Sarria
(1952-2018)

Creo en ti, padre que has muerto para siempre,
padre que ya no existes, que no eres, que no estás.
Creo en ti porque esperabas la muerte y, sin embargo,
vi tu asombro cuando empezó a faltarte el aire;
porque no te levantaste,
ni abriste los ojos,
ni dijiste una sola palabra
durante los tres días de tu agonía;
porque mis lágrimas no apagaron
la fiebre que abrasaba tu cansada materia;
porque muchas veces hablamos de tu ausencia
y no me libraste del dolor universal de verte morir.

Creo en tu cuerpo desahuciado,
en tu espalda doblada por el peso del sol,
en tu frente de piedra sumergida,
en el viejo papel que envolvía tus huesos, 
en tus ojos vueltos a los dolores de adentro.
Creo en el silencio de tu corazón muerto,
en el silencio de tu pecho
bendito con mi llanto de niño,
en el silencio de todas las cosas que dejaste huérfanas,
en el silencio de los retratos ante los cuales lloramos,
en el silencio con que tus cenizas
se unirán a las cenizas del mundo.

Creo en tu infancia remota,
aunque no encuentre tu fantasma
en aquellos barrios siempre atardecidos
donde viviste la dicha de quien ignora el futuro.
Creo en tu juventud,
aunque solo queden fotografías grises como el diluvio,
memorias de casas y teatros demolidos
donde bailaste y viste películas de vaqueros
con otros difuntos que hoy están tan callados como tú.

Creo en tu mano
que serenaba mi corazón tocándome el hombro,
tu mano que la muerte y el fuego me han robado,
porque curó a quien tenía cura
y despidió con resignación al incurable.
Creo en ti, padre mortal y muerto,
porque ibas a morir y moriste,
porque deseabas vivir otros veinte años 
y ningún milagro te alentó
más allá del final de tus días,
porque animas la nada con mi tormento.

Concédeme la duda eterna
y el dolor de estar vivo entre los muertos.

miércoles, 20 de junio de 2018

El enigma de Chet Baker

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Deep in a Dream: the Long Night of Chet Baker, la biografía del trompetista y cantante escrita por John Gavin, es un libro desafiante y muy bien documentado. El autor entrevistó a varios músicos que tocaron con Baker en diferentes épocas de su vida, desde su juventud en California hasta sus últimos días en Ámsterdam, y también conversó con esposas, amantes, productores, representantes artísticos, amigos y sombras de paso en una existencia poblada de tinieblas.

El resultado de esta exhaustiva investigación, sin embargo, no es satisfactorio para quienes buscamos una respuesta al enigma Báker: ¿por qué su estilo lacónico en la trompeta y su voz, aparentemente inexpresiva, conmueven tanto o más que la bravura y la pirotecnia de otros jazzistas?

En cambio, sabemos muchas cosas que desearíamos ignorar. En cada párrafo de la biografía de Gavin emanan historias sórdidas y dolorosas. Baker emerge del libro como un cadáver cuyo aspecto fue angélical hacia los años cincuenta, cuando al músico se le consideró "El James Dean del Jazz", pero que se deterioró abominablemente desde finales de esa misma década hasta que en 1988 parecía una momia ambulante. Los agentes de esta corrupción fueron los opiáceos y la cocaína, que Baker persiguió con furia y desesperación en muchas de las ciudades a las que llevó su baladas y su leyenda de adicto endomoniado.

Gavin retrata a un hombre que abusó física y psicológicamente de todas las personas que lo amaron, que estafó y robó a médicos, benefactores y novias, que abandonó a sus hijos y arruinó muchas presentaciones por exceso o falta de drogas. Quedamos con la imagen de un zombi desdentado, mordido a lo ancho y largo de su cuerpo por las inyecciones de heroína, palfium y 'speedball'; de un abandonado de sí mismo que detestaba ducharse y que debía arrastrar unas zandalias de caucho porque sus pies, tan agujereados como sus brazos, se habían inflamado grotescamente.



El biógrafo repasa con ligereza y desdén gran parte de la discografía de Baker. Considera muchos de sus álbumes como anacronismos, fracasos de ventas o desastres artísticos. Es cierto que el músico grabó más de una centena de trabajos irregulares. Firmó contratos sin reparar en la letra menuda, porque solo le importaba hacerse con un manojo de billetes para comprar la dosis del día, cada vez más costosa. El libro de Gavin enfatiza en los ataques de críticos generalmente adversos a Baker y en el concepto de productores decepcionados con justa razón, como en el caso de Orrin Kepnews.

Otra torpeza del escritor, en materia de crítica musical, es menospreciar el Jazz de la Costa Oeste. Creer que la frenesí rítmico es la cualidad más admirable del género, y considerar que los experimentos sonoros de Howard Rumsey, Bud Shank y Bob Cooper, entre otros, eran únicamente anzuelos para críticos o melómanos pretenciosos, es rechazar la virtud suprema del jazz: su opulencia de armonías y timbres.



Al final de cuentas, entendemos que Baker se lanzó en una carrera desquiciada hacia su propia destrucción, que muchas veces se hundió hasta el fondo de su propia degradación y que nunca quiso salir a la superficie. Pero a Gavin no le importa aclarar cómo podía ese conflictivo muchacho de Oklahoma, ese delincuente juvenil que robaba gasolina en California, convertir una balada en un lamento por todas las ausencias de la vida.



Gavin se inclina por la teoría del 'idiot savant'. Baker nunca aprendió a leer música con el rigor de la mayoría de músicos profesionales. Su oído prodigioso le bastaba para comunicarse con cualquiera de sus acompañantes en un estudio o un escenario. Sin embargo, la explicación del ser ignorante y malvado que nació con un don no responde al misterio de Chet Baker.

Quizás ninguna biografía lo haga. El problema de Gavin es que ni siquiera lo intenta. El biógrafo se regodea en su odio por Baker y le interesa poco la valoración de la obra del trompetista y cantante. Parece haber olvidado que el  junkie es un capítulo de la historia y que el otro Baker, el de los solos melodiosos y la voz inconfudible, todavía es un enigma porque su música siempre nos hace olvidar todas las preguntas.


domingo, 19 de marzo de 2017

Ciega criatura

Qué criatura tan ciega es el ser humano. Cuando cree que marcha hacia la felicidad, cae de bruces en el tormento. Cuando cree que está haciendo lo correcto, se está precipitando a la destrucción. Vamos caminando a tientas hacia la muerte, asiéndonos a fragmentos de esperanza que, en el momento en que el abismo nos reclame, no nos sostendrán.

lunes, 30 de enero de 2017

La verdad ya no basta

Los que trabajamos en medios de comunicación solemos quejarnos de la crisis de nuestro oficio. Lamentamos que tantos periódicos y revistas cierren operaciones o reduzcan su personal a unos mínimos de funcionamiento, que los salarios se mantengan en unos niveles muy bajos con respecto a otras profesiones; que los comunicadores, para no parecer tan prescindibles a nuestros empleadores, debamos aprender a tomar fotos, grabar videos, publicitar y mercadear productos, e incluso a gerenciar dependencias; que la lucidez y la elocuencia no sirvan para sostenernos en un cargo y atraer nuevos públicos; que para ser leídos debamos convertirnos en sirvientes de unas reinas superpoderosas, despóticas y patológicamente impacientes llamadas redes sociales. 

Todos estos aullidos contienen una porción de verdad, pero la crisis es, en realidad, una transformación, una liberación y una oportunidad de reinvención laboral y personal. Con la proliferación de publicaciones escritas y audiovisuales en Internet, la verdad se ha fragmentado de tal manera que cada quien es libre de elegir en qué fragmento del espejo desea verse reflejado. En palabras menos alegóricas: la verdad ya no basta y las audiencias demandan emociones, indignación, rabia, sentimientos de justicia o de iniquidad, la sensación de ser comprendidas o vilipendiadas. 

Los periodistas podemos seguir pretendiendo que somos científicos sociales y que siempre registramos los hechos con pulso firme y escritura serena. También podemos aceptar que lectores, espectadores y audiencias esperan que nos arriesguemos a la intolerancia de los poderosos y de las masas, a la muerte física y moral, al aplauso y al ridículo, para denunciar crímenes e injusticias o simplemente decir lo que otros comentan en los círculos seguros de la familia y la amistad.

Incluso en el periodismo judicial, que requiere un apego ortodoxo a la ética periodística, se le pide al reportero que abomine la impunidad o la laxitud de una condena, que reclame castigos más severos o hable por las victimas cuyos victimarios están libres. En el caso del periodismo de opinión, el columnista es, para unos, ese amigo que expresa con más elocuencia y lucidez lo que ellos piensan, y para otros, ese vecino con el se discute a gritos cuando el aburrimiento y la frustración los desbordan.

Los periodistas podemos ser ahora mucho más de lo que podíamos ser antes. En el pasado, éramos o algo telegrafistas o algo literatos, algo sociólogos o algo proselitistas, algo profetas del desastre o algo payasos. Hoy tenemos todas esas mismas facetas al alcance, pero también la posibilidad de desempeñarlas de manera más genuina y versátil. En jornadas laborales, podemos defender el equilibrio informativo; en nuestro tiempo libre, filmarnos en el papel de abanderados de una causa de izquierda o derecha, a favor o en contra. ¿Por qué no terminar una jornada en la que se han cubierto homicidios, accidentes de tránsito, linchamientos, desastres naturales, atentados terroristas, amenazas nucleares, protestas, violaciones y muertes de celebridades con una emisión en vivo, por Facebook o Instagram, en la que compartamos recetas saludables, concejos para ejercitarse en casa y técnicas de autosugestión? Es posible que en esos momentos de ocio y exhibicionismo, cuando somos menos reporteros, descubramos una mina de oro como gurús y sibaritas.

El auge de las llamadas “falsas noticias”, eufemismo para referirse a las mentiras descaradas, es una de las tantas entradas —o salidas— que se nos ofrecen en este mundo hiperconectado, ansioso, paranoico, adicto a la indignación y la furia. Hay muchas soluciones para no morirse de hambre. Podemos salir del closet de la imparcialidad, reconocer que somos ciudadanos un poco más informados y participar libremente en los movimientos de la historia, según lo dicten nuestras convicciones o prejuicios. Podemos hacer reír a unos y aburrir a otros. Podemos ser pendencieros de la derecha o la izquierda, por contrato o por neurosis. Podemos ser mucho más que reporteros o nada más que personas buscándose a sí mismas ante la mirada severa o la indiferencia de los internautas.

Somos libres de inventar la fórmula —un poco de ecuanimidad aquí, otro poco de acidez allá; una pizca de ambición o un pocillo de codicia—, y libres también de soportar o no los insultos, la burla, el desinterés o la presión de que todo nos salga igual o mejor que ese escrito o video con el cual nos ganamos, sorpresiva o calculadamente, la etiqueta de líderes de opinión, creadores de tendencias, conspiradores, contadores de historias, bufones o heraldos en busca de un mensaje.