domingo, 1 de septiembre de 2013

La soledad de los anacrónicos




Por supuesto que Lonely are the brave (1962) no es el único réquiem cinematográfico al género western. The Misfits (John Huston, 1961) es otra gran película que atrapó los últimos destellos de ese mundo donde el desierto era más extenso que todos los océanos. Ambas relatan el desmoronamiento de un arquetipo —el vaquero— cuando la industria ya ha triunfado sobre la naturaleza. Pero mientras la segunda es un melodrama de pretensiones psicológicas muy elevadas, la primera relata sencillamente una aventura que contiene la grandeza del viejo oeste y también su agonía.

En efecto, Lonely are the brave es una oda a la simplicidad, como lo son los cuentos de Sherwood Anderson, Ernest Hemingway, Raymond Carver o Juan Rulfo. La fotografía es magna, no por el barroquismo de los planos o de la iluminación, sino por el paisaje de Nuevo México, estado norteamericano en cuyos valles y montañas se filmó la película. 

Kirk Douglas interpreta a John W. Burns, domador de caballos y ganadero ocasional. Los primeros minutos del filme revelan lo esencial del personaje y de la trama. Burns duerme tumbado sobre el suelo árido. El sombrero le protege la cara del sol implacable. Lo despierta el rugido de tres aviones y mira la estela de humo que han dejado en el cielo. Suspira, se levanta y ensilla a Whiskey, su yegua, mientras le habla cariñosamente. “Nosotros también debemos despegar”, le dice.

El vaquero galopa sin prisa por la llanura, hasta que la civilización irrumpe nuevamente con sus alambres de púas y sus autopistas. Burns corta la cerca de un terreno privado y después de atravesarlo llega hasta una carretera. La yegua brinca y relincha, aterrorizada por la velocidad y el ruido de los automóviles, pero Burns la obliga a seguir adelante. Whiskey vuelve a dar cabriolas en mitad de la vía y su jinete logra controlarla segundos antes de que ambos sean atropellados por un camión de carga.

Las escenas posteriores nos revelan que Burns no tiene empleo, hogar ni mujer. Está enamorado de Jerry, la esposa de su mejor amigo, Paul, y adora al hijo de ellos como si fuera suyo —tal vez lo sea—. Jerry le dice que Paul ha sido enviado a prisión por ayudar a unos mexicanos a meterse en los Estados Unidos. Ella dice que su marido es como Burns, un rebelde sin causa, un indomable que le avienta coces a la autoridad sin motivos lógicos. Burns va a taberna y desata una riña para que lo arresten, lo manden a prisión y allí pueda ayudar a escapar a su amigo. Como las celdas del pueblo están llenas, lo dejan en libertad, pero él golpea a los policías y convierte un delito menor —desorden público, equivalente a una multa o una semana de cárcel— en un crimen: agresión a un oficial de la ley, que se purga con un año de presidio.

Burns se encuentra con Paul tras las rejas. Allá el primero sigue dedicado a retar el orden, mientras que el segundo se ha vuelto más sosegado. Burns esconde un par de seguetas en sus botas y anima a Paul a cortar un barrote. Lo hacen con ayuda de los otros prisioneros. En pocos filmes se muestra con tanto realismo y humor la solidaridad entre presos. Para disimular el ruido que Burns y sus compañeros de jaula producen al rallar el metal, los otros silban y cantan.

El barrote, cortado en uno de sus extremos, cede a la fuerza de los prisioneros. Dos indios escapan primero. Burns anima a su amigo que los siga, pero este se niega. Explica que la pena por evasión es de cinco años de cárcel y que prefiere cumplir su sentencia de dos años. No arriesgará a que lo alejen de su familia por más tiempo. El amor por su esposa y su hijo lo ha cambiado, lo ha hecho madurar. Ya no será un buscapleitos, sino un marido y un padre devoto.

Burns lo comprende. Se despide, sonriente, y huye de la cárcel. Vuelve adonde Jerry por su yegua y porque quiere despedirse de ella y del niño antes de intentar una fuga hacia México. Ella le regala comida y lo besa apasionadamente. Burns le confiesa su amor, pero también le aclara que él hubiera sido un esposo terrible por esa incapacidad suya de estarse quieto en el mismo sitio, de comprometerse con algo distinto a su vagar de jinete sin rumbo.

De ahí en adelante, Lonely are the brave sigue mostrando el antagonismo entre el vaquero y la modernidad. Él solo tiene su yegua y un rifle. Sus perseguidores están dotados de vehículos todoterreno, helicópteros y radios. El protagonista e se empeña en esa lucha tan desigual, porque sus enemigos no son los policías, sino los tiempos del automóvil, del avión, de la concentración de la tierra en pocas manos, del hacinamiento urbano y de los horarios de oficina. Aunque en el mundo real lo percibiríamos como un antisocial, el director David Miller (1909-1992) y el guionista Dalton Trumbo (1905-1976) lo convirtieron en un símbolo superior al del vaquero despojado de sus elementos vitales. John W. Burns representa al hombre libre de verdad, desprendido de propiedades y afectos, no atado siquiera a conceptos espirituales o filosóficos. Nos sublima su libertad, porque nunca nos atreveríamos a soportar la soledad y la pobreza que conducen a ella.

Burns podría escapar más fácilmente —dice el sheriff que lidera la cacería—, si abandonara a su yegua. Tiene razón, pues Whiskey se resiste a trepar las colinas y se horroriza al oír los helicópteros. Burns logra halarla cuesta arriba con una fuerza multiplicada por el amor. El vaquero no se concibe a sí mismo sin su compañera. “Eres peor que una mujer”, le dice Burns, tan exhausto como enamorado.

Lonely are the brave debe su grandeza a la dirección límpida de David Miller , al libreto igualmente preciso de Dalton Trumbo, a su final estremecedor y a la actuación de Kirk Douglas, ese genio para el cual ninguna pasión, elevada o infernal, era inalcanzable.

jueves, 23 de mayo de 2013

Elogio de las apuestas perdidas

Ben Gazzara como Cosmo Vitelli
Uno no se entretiene viendo The Killing of a Chinese Bookie (1976). Uno se enfrenta a esa obra que, según varios amigos y estudiosos de John Cassevetes, es la más personal de su filmografía. 

La trama hace pensar en un típico largometraje sobre gánsteres: Cosmo Vittelli, dueño de un bar nudista, se mete en problemas por culpa de su adicción al juego. Sus prestamistas mafiosos, a quienes debe una cantidad impagable, le ordenan que asesine a un corredor de apuestas chino. Solo así olvidarán la deuda.

Cualquier otro realizador hubiera desarrollado dicha historia mediante una fórmula simple, efectista: sexo más balaceras equivale a entretenimiento. Cassavetes, que  fue todo menos un cineasta convencional, optó por hacer de The Killing of a Chinese Bookie una alegoría de su propia vida.

Ben Gazzara, protagonista del filme y uno de los mejores amigos de John Cassevetes, cuenta que inicialmente emprendió sin entusiasmo la labor de transformarse en Cosmo Vittelli. El papel no le decía nada; le parecía vulgar, insípido. El director notó su apatía durante la filmación de una escena y le explicó, llorando, que ese personaje representaba a todos los soñadores oprimidos por quienes no creen en los sueños.

En otras palabras, Cosmo Vittelli era el álter ego de John Cassevetes. Nacido en 1929, en Nueva York, Cassevetes financió sus películas con los ingresos que recibía por actuar en las de otros realizadores. Su obra cinematográfica es una de las más profundamente psicológicas en la historia del séptimo arte y, por esa misma razón, es una de las más difíciles de apreciar. Para él, las escenas no eran fragmentos de la trama, sino capítulos de un estudio sobre las emociones.

John Cassavetes (1929-1989)
Acaso nadie haya exigido tanto a los actores y nadie les haya dado tanto poder como John Cassevetes. Por eso muchos cinéfilos dicen que él se limitó a filmar las improvisaciones de Gena Rowlands —su esposa—, Ben Gazzara, Peter Falk, Seymour Cassel y otros cómplices junto a los cuales perpetró doce largometrajes, todos ellos alabados, vapuleados, analizados y condenados.

Cuando se habla del estilo de Cassavetes, la palabra más frecuente es ‘lentitud’. Se piensa que sus filmes no desarrollan un argumento, que jamás fueron escritos y que son el fruto de una libertad actoral aparentemente ilimitada. Pero aunque los silencios, los monólogos y diálogos de sus personajes ‘no vayan a ninguna parte’, el director sí tenía una absoluta claridad sobre el mensaje de su arte.

The Killing of a Chinese Bookie y Husbands (1970) no le ayudan al espectador a olvidar o evadir la realidad. Por el contrario, son obras del mejor realismo: ese que tanto incomoda sin exagerar en el horror ni en la vulgaridad.  Ambas son películas ‘lentas’, porque la vida misma lo es. Ambas están llenas de silencio y confusión, porque el hombre pocas veces sabe qué decir y casi nunca sabe para dónde va.

Los espectáculos en el antro de Cosmo Vitelli son burdos y tontos, pero él los dirige como si fueran clásicos teatrales. Las bailarinas se desnudan mientras un comediante, que no sabe cantar ni hace reír, implora la atención de los bebedores. Aunque las desnudistas son hermosas, el torpe maquillaje del payaso, su aburrimiento, su voz destemplada y los gritos de los borrachos alejan todo encanto. Uno se pregunta cómo es posible que Vitelli no perciba cuán lamentables son esos números.

La ceguera del antihéroe simboliza la del creador en medio de las adversidades y la hostilidad. Cassavetes engendró a Vitelli para burlarse de sí mismo. El cineasta parodia su obsesión creadora a través del mal gusto de su personaje. Así como Vitelli está convencido de que los striptease de su bar son de la más alta factura estética y no permitirá que los mafiosos arruinen su negocio, Cassavetes terminó sus películas infringiendo los códigos de la industria cinematográfica. Fue un director que erigió su filmografía de espaldas al vox populi y pagó de su propio bolsillo tal osadía. Sus opresores fueron otra clase de mafiosos: los ejecutivos de los grandes estudios, los productores avaros, las divas y los galanes hambrientos de oro y fama.  

Cuenta Ben Gazzara que los primeros asistentes al estreno de The Killing of a Chinese Bookie salieron indignados y le gritaron a quienes hacían la fila para entrar a la siguiente función que no malgastaran su dinero en la boleta. Cassavetes reeditó la película sin lograr los favores del público. El filme tardó varias décadas en ser comprendido. Hoy sigue desconcertando, pero también deslumbra porque Gazzara nació para interpretar a Cosmo Vitelli y porque los demás actores —incluso los naturales— se adueñaron apasionadamente de sus papeles, gracias a la dirección de un genio.

The Killing of a Chinese Bookie siempre será una película muy difícil de ver. Lo fue hace 37 años, cuando se estrenó; lo es hoy, época en que los realizadores más originales se arrodillan ante la audiencia, y lo será dentro de medio siglo. Es tan introspectiva que no se le puede llamar cine negro y al mismo tiempo abofetea a los idólatras del ‘cine-arte’. Es, al fin de cuentas, una obra de John Cassavetes.

martes, 21 de mayo de 2013

Tres versiones de Macbeth

Roman Polanski dirigía en Londres el largometraje El día del delfín cuando su esposa, Sharon Tate, fue asesinada en su mansión de Los Ángeles por una pandilla de sociópatas al mando de Charles Manson. 

Sharon, quien tenía 26 años de edad y se encontraba a pocos días de dar a luz, recibió dieciséis puñaladas. Al llegar a la escena del crimen, la policía encontró  la palabra ‘pig’ —que en inglés significa “cerdo” o “cerda”— escrita con su sangre en una pared.

Polanski abandonó el proyecto cinematográfico al que estaba dedicado en ese momento. Dos años después regresó a la actividad con una adaptación de Macbeth.

El cineasta, nacido en París de padres polacos, eligió con justa razón esa tragedia de William Shakespeare para ahondar en la perversión de los hombres. Leer, oír y ver Macbeth es lanzarse a un confín primitivo de la mente, dominado por monstruos que solo se parecen a los humanos en la sed de poder y de guerra.

Esa obra del inmortal dramaturgo británico no es un paseo en el infierno: es una región del infierno mismo y el alma de sus personajes, una paila donde hierven la codicia, la intriga y la venganza.

Ya en 1948 Orson Welles había llevado al cine la tragedia shakesperiana, sorteando dificultades que “hubieran descorazonado a un realizador de menos envergadura”, como anotó Alejo Carpentier en una reseña de 1951.

El director de Ciudadano Kane debió filmar su Macbeth en apenas 23 días, tomando prestadas escenografías originalmente empleadas para el rodaje de westerns y que parecían —según Carpentier— “construcciones neolíticas”.

Sin embargo, Welles logró unir la resonancia monumental del texto a unos planos igual de titánicos. Se las arregló para convertir el rostro del protagonista en el verdadero paisaje del filme. La cámara asciende, desciende y se acerca al traidor de tal forma que se le puede contemplar en toda su inmensidad y pequeñez, a veces agrandado por el coraje y la ambición, luego reducido al pánico y la demencia. 

Pese a lo ejemplar de su fotografía, la versión de Welles es teatral en esencia. No ocurre en la Escocia medieval, sino en un lugar indefinido y tenebroso donde los actores representan sus papeles. Los picados, contrapicados y primeros planos le transfieren a los rostros, gestos y movimientos un poder hipnótico, para que el espectador olvide o ignore la humildad de los decorados.

En el Macbeth de Polanski, rodado en el Parque Nacional Snowdonia (Gales), la bruma, las montañas y los castillos hacen parte del dramatis personae, tanto como el protagonista, su mujer, Banquo, Duncan, Malcolm y Macduff.

El realizador franco-polaco le sumó a la tragedia su propia visión de la vida medieval. No importan las imprecisiones que los historiadores le atribuyan a su puesta en escena. Lo verdaderamente trascendental es la sensación de claustrofobia y repugnancia que producen esas fortalezas donde se hacinan turbas harapientas y sanguinarias, junto a una soldadesca bárbara y glotona.

El Macbeth de Orson Welles es un personaje mitológico, a quien los dioses arrojaron del cielo de los héroes para sentar un ejemplo contra los pérfidos. El de Roman Polanski, interpretado por el actor Jon Fich, es un rebelde sin causa, un James Dean o un Marlon Brando del medioevo, que se subleva contra su propio hastío sin saber cuál es el fin de su rebelión.

La adaptación de 1971 es contracultural, no solo porque su protagonista simboliza  las inconformidades y frustraciones compartidas por la juventud de hace cincuenta años. Ante todo lo es porque su director se apropia de un clásico, sin pudor ni temor, para vapulear la estupidez y la crueldad de su época.

Shakespeare hacía terribles las alucinaciones y crimines de sus personajes a través de las metáforas. Polanski renueva la tragedia salpicando al espectador con sangre.

Algunas personas involucradas en el rodaje criticaron lo sanguinario de la adaptación. El cineasta les respondió: “Yo sé qué es la violencia. ¿Acaso no vieron lo que pasó en mi casa?”.

Más que un exorcismo, una catarsis o una venganza de su director, el Macbeth de Polanski es una argumentación de por qué los hombres son tan infames ahora como hace mil años. El director admite que la escena —harto criticada por su sevicia— en que los soldados de Macbeth asesinan a la esposa y al niño de Macduff está basada en un recuerdo de infancia: Polanski fue testigo de cómo agentes de la SS asaltaron su casa.

Los verdugos a las órdenes de Macbeth también reencarnaron en los ‘discipulos’ de Charles Mason que acribillaron a Sharon Tate. Y tomarán una nueva forma para seguir cometiendo atrocidades por los siglos de los siglos.

Menos visceral y más épica que la adaptación de Polanski es Trono de sangre (Kumonosu-jô, 1957), la versión japonesa de Macbeth dirigida por Akira Kurosawa. La de Welles es una declaración de amor al teatro; la de Polanski, una imprecación contra la inhumanidad de los humanos y la de Kurosawa, una fantasmagórica novela de caballería.


El cineasta nipón honra la tragedia de Shakespeare, pero traduce la elocuencia del dramaturgo a un lenguaje del silencio. Taketoki Washizu —el Macbeth de esta película, interpretado por el colosal Toshirô Mifune—, no recita monólogos y tampoco se oyen sus pensamientos. Kurosawa decidió mostrarlo como un tigre enjaulado dentro de sus temores y azuzado desde afuera por su malvada esposa.

Si el Macbeth de Welles es un dios de la guerra castigado por sus ambiciones y el de Jon Fich, un hombre desbordado por la obsesión de poder, el de Mifune es una fiera mitológica —minotauro, cíclope o centauro— que se revela contra los númenes sin otra poesía y facultad que la de su bestialidad.

Trono de sangre puede admirarse como una síntesis entre lo teatral y lo cinematográfico. Es tal la ferocidad de Mifune y tan maravillosa la filmación de sus movimientos que el actor no parece proyectado sobre una pantalla, sino trepado a una tarima. Aun sin efectos tridimensionales, uno teme que él salte hacia afuera blandiendo su katana. Al mismo tiempo, la fotografía del paisaje es sobrecogedora: no es el Japón lo que se ve, sino un mundo eternamente nublado, de bosques brumosos y llanuras áridas. Kurosawa también incluye el horizonte y el territorio en el dramatis personae de su obra. Ambos son tan inquietantes como las brujas de Macbeth, porque presagian la ceguera de los personajes.

Es necio tratar de afirmar cuál de estas tres versiones es superior. Cada una demuestra la grandeza de su director. Todas ilustran magistralmente distintas maneras de concebir el cine y la vida. Ver el Macbeth de Polanski es flirtear con la locura, pero las adaptaciones de Welles y Kurosawa  suponen un reto no menos difícil: reconocer que hora tras hora, día a día, un rey de Escocia monologa en la conciencia de todos.