martes, 21 de mayo de 2013

Tres versiones de Macbeth

Roman Polanski dirigía en Londres el largometraje El día del delfín cuando su esposa, Sharon Tate, fue asesinada en su mansión de Los Ángeles por una pandilla de sociópatas al mando de Charles Manson. 

Sharon, quien tenía 26 años de edad y se encontraba a pocos días de dar a luz, recibió dieciséis puñaladas. Al llegar a la escena del crimen, la policía encontró  la palabra ‘pig’ —que en inglés significa “cerdo” o “cerda”— escrita con su sangre en una pared.

Polanski abandonó el proyecto cinematográfico al que estaba dedicado en ese momento. Dos años después regresó a la actividad con una adaptación de Macbeth.

El cineasta, nacido en París de padres polacos, eligió con justa razón esa tragedia de William Shakespeare para ahondar en la perversión de los hombres. Leer, oír y ver Macbeth es lanzarse a un confín primitivo de la mente, dominado por monstruos que solo se parecen a los humanos en la sed de poder y de guerra.

Esa obra del inmortal dramaturgo británico no es un paseo en el infierno: es una región del infierno mismo y el alma de sus personajes, una paila donde hierven la codicia, la intriga y la venganza.

Ya en 1948 Orson Welles había llevado al cine la tragedia shakesperiana, sorteando dificultades que “hubieran descorazonado a un realizador de menos envergadura”, como anotó Alejo Carpentier en una reseña de 1951.

El director de Ciudadano Kane debió filmar su Macbeth en apenas 23 días, tomando prestadas escenografías originalmente empleadas para el rodaje de westerns y que parecían —según Carpentier— “construcciones neolíticas”.

Sin embargo, Welles logró unir la resonancia monumental del texto a unos planos igual de titánicos. Se las arregló para convertir el rostro del protagonista en el verdadero paisaje del filme. La cámara asciende, desciende y se acerca al traidor de tal forma que se le puede contemplar en toda su inmensidad y pequeñez, a veces agrandado por el coraje y la ambición, luego reducido al pánico y la demencia. 

Pese a lo ejemplar de su fotografía, la versión de Welles es teatral en esencia. No ocurre en la Escocia medieval, sino en un lugar indefinido y tenebroso donde los actores representan sus papeles. Los picados, contrapicados y primeros planos le transfieren a los rostros, gestos y movimientos un poder hipnótico, para que el espectador olvide o ignore la humildad de los decorados.

En el Macbeth de Polanski, rodado en el Parque Nacional Snowdonia (Gales), la bruma, las montañas y los castillos hacen parte del dramatis personae, tanto como el protagonista, su mujer, Banquo, Duncan, Malcolm y Macduff.

El realizador franco-polaco le sumó a la tragedia su propia visión de la vida medieval. No importan las imprecisiones que los historiadores le atribuyan a su puesta en escena. Lo verdaderamente trascendental es la sensación de claustrofobia y repugnancia que producen esas fortalezas donde se hacinan turbas harapientas y sanguinarias, junto a una soldadesca bárbara y glotona.

El Macbeth de Orson Welles es un personaje mitológico, a quien los dioses arrojaron del cielo de los héroes para sentar un ejemplo contra los pérfidos. El de Roman Polanski, interpretado por el actor Jon Fich, es un rebelde sin causa, un James Dean o un Marlon Brando del medioevo, que se subleva contra su propio hastío sin saber cuál es el fin de su rebelión.

La adaptación de 1971 es contracultural, no solo porque su protagonista simboliza  las inconformidades y frustraciones compartidas por la juventud de hace cincuenta años. Ante todo lo es porque su director se apropia de un clásico, sin pudor ni temor, para vapulear la estupidez y la crueldad de su época.

Shakespeare hacía terribles las alucinaciones y crimines de sus personajes a través de las metáforas. Polanski renueva la tragedia salpicando al espectador con sangre.

Algunas personas involucradas en el rodaje criticaron lo sanguinario de la adaptación. El cineasta les respondió: “Yo sé qué es la violencia. ¿Acaso no vieron lo que pasó en mi casa?”.

Más que un exorcismo, una catarsis o una venganza de su director, el Macbeth de Polanski es una argumentación de por qué los hombres son tan infames ahora como hace mil años. El director admite que la escena —harto criticada por su sevicia— en que los soldados de Macbeth asesinan a la esposa y al niño de Macduff está basada en un recuerdo de infancia: Polanski fue testigo de cómo agentes de la SS asaltaron su casa.

Los verdugos a las órdenes de Macbeth también reencarnaron en los ‘discipulos’ de Charles Mason que acribillaron a Sharon Tate. Y tomarán una nueva forma para seguir cometiendo atrocidades por los siglos de los siglos.

Menos visceral y más épica que la adaptación de Polanski es Trono de sangre (Kumonosu-jô, 1957), la versión japonesa de Macbeth dirigida por Akira Kurosawa. La de Welles es una declaración de amor al teatro; la de Polanski, una imprecación contra la inhumanidad de los humanos y la de Kurosawa, una fantasmagórica novela de caballería.


El cineasta nipón honra la tragedia de Shakespeare, pero traduce la elocuencia del dramaturgo a un lenguaje del silencio. Taketoki Washizu —el Macbeth de esta película, interpretado por el colosal Toshirô Mifune—, no recita monólogos y tampoco se oyen sus pensamientos. Kurosawa decidió mostrarlo como un tigre enjaulado dentro de sus temores y azuzado desde afuera por su malvada esposa.

Si el Macbeth de Welles es un dios de la guerra castigado por sus ambiciones y el de Jon Fich, un hombre desbordado por la obsesión de poder, el de Mifune es una fiera mitológica —minotauro, cíclope o centauro— que se revela contra los númenes sin otra poesía y facultad que la de su bestialidad.

Trono de sangre puede admirarse como una síntesis entre lo teatral y lo cinematográfico. Es tal la ferocidad de Mifune y tan maravillosa la filmación de sus movimientos que el actor no parece proyectado sobre una pantalla, sino trepado a una tarima. Aun sin efectos tridimensionales, uno teme que él salte hacia afuera blandiendo su katana. Al mismo tiempo, la fotografía del paisaje es sobrecogedora: no es el Japón lo que se ve, sino un mundo eternamente nublado, de bosques brumosos y llanuras áridas. Kurosawa también incluye el horizonte y el territorio en el dramatis personae de su obra. Ambos son tan inquietantes como las brujas de Macbeth, porque presagian la ceguera de los personajes.

Es necio tratar de afirmar cuál de estas tres versiones es superior. Cada una demuestra la grandeza de su director. Todas ilustran magistralmente distintas maneras de concebir el cine y la vida. Ver el Macbeth de Polanski es flirtear con la locura, pero las adaptaciones de Welles y Kurosawa  suponen un reto no menos difícil: reconocer que hora tras hora, día a día, un rey de Escocia monologa en la conciencia de todos. 

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