Por supuesto que Lonely are the brave (1962) no es el único réquiem cinematográfico al género western. The Misfits (John Huston, 1961) es otra gran película que atrapó los últimos destellos de ese mundo donde el desierto era más extenso que todos los océanos. Ambas relatan el desmoronamiento de un arquetipo —el vaquero— cuando la industria ya ha triunfado sobre la naturaleza. Pero mientras la segunda es un melodrama de pretensiones psicológicas muy elevadas, la primera relata sencillamente una aventura que contiene la grandeza del viejo oeste y también su agonía.
En efecto, Lonely are the brave es una oda a la simplicidad, como lo son los cuentos de Sherwood Anderson, Ernest Hemingway, Raymond Carver o Juan Rulfo. La fotografía es magna, no por el barroquismo de los planos o de la iluminación, sino por el paisaje de Nuevo México, estado norteamericano en cuyos valles y montañas se filmó la película.
Kirk Douglas interpreta a John W. Burns, domador de caballos y ganadero ocasional. Los primeros minutos del filme revelan lo esencial del personaje y de la trama. Burns duerme tumbado sobre el suelo árido. El sombrero le protege la cara del sol implacable. Lo despierta el rugido de tres aviones y mira la estela de humo que han dejado en el cielo. Suspira, se levanta y ensilla a Whiskey, su yegua, mientras le habla cariñosamente. “Nosotros también debemos despegar”, le dice.
El vaquero galopa sin prisa por la llanura, hasta que la civilización irrumpe nuevamente con sus alambres de púas y sus autopistas. Burns corta la cerca de un terreno privado y después de atravesarlo llega hasta una carretera. La yegua brinca y relincha, aterrorizada por la velocidad y el ruido de los automóviles, pero Burns la obliga a seguir adelante. Whiskey vuelve a dar cabriolas en mitad de la vía y su jinete logra controlarla segundos antes de que ambos sean atropellados por un camión de carga.
Las escenas posteriores nos revelan que Burns no tiene empleo, hogar ni mujer. Está enamorado de Jerry, la esposa de su mejor amigo, Paul, y adora al hijo de ellos como si fuera suyo —tal vez lo sea—. Jerry le dice que Paul ha sido enviado a prisión por ayudar a unos mexicanos a meterse en los Estados Unidos. Ella dice que su marido es como Burns, un rebelde sin causa, un indomable que le avienta coces a la autoridad sin motivos lógicos. Burns va a taberna y desata una riña para que lo arresten, lo manden a prisión y allí pueda ayudar a escapar a su amigo. Como las celdas del pueblo están llenas, lo dejan en libertad, pero él golpea a los policías y convierte un delito menor —desorden público, equivalente a una multa o una semana de cárcel— en un crimen: agresión a un oficial de la ley, que se purga con un año de presidio.
Burns se encuentra con Paul tras las rejas. Allá el primero sigue dedicado a retar el orden, mientras que el segundo se ha vuelto más sosegado. Burns esconde un par de seguetas en sus botas y anima a Paul a cortar un barrote. Lo hacen con ayuda de los otros prisioneros. En pocos filmes se muestra con tanto realismo y humor la solidaridad entre presos. Para disimular el ruido que Burns y sus compañeros de jaula producen al rallar el metal, los otros silban y cantan.
El barrote, cortado en uno de sus extremos, cede a la fuerza de los prisioneros. Dos indios escapan primero. Burns anima a su amigo que los siga, pero este se niega. Explica que la pena por evasión es de cinco años de cárcel y que prefiere cumplir su sentencia de dos años. No arriesgará a que lo alejen de su familia por más tiempo. El amor por su esposa y su hijo lo ha cambiado, lo ha hecho madurar. Ya no será un buscapleitos, sino un marido y un padre devoto.
Burns lo comprende. Se despide, sonriente, y huye de la cárcel. Vuelve adonde Jerry por su yegua y porque quiere despedirse de ella y del niño antes de intentar una fuga hacia México. Ella le regala comida y lo besa apasionadamente. Burns le confiesa su amor, pero también le aclara que él hubiera sido un esposo terrible por esa incapacidad suya de estarse quieto en el mismo sitio, de comprometerse con algo distinto a su vagar de jinete sin rumbo.
De ahí en adelante, Lonely are the brave sigue mostrando el antagonismo entre el vaquero y la modernidad. Él solo tiene su yegua y un rifle. Sus perseguidores están dotados de vehículos todoterreno, helicópteros y radios. El protagonista e se empeña en esa lucha tan desigual, porque sus enemigos no son los policías, sino los tiempos del automóvil, del avión, de la concentración de la tierra en pocas manos, del hacinamiento urbano y de los horarios de oficina. Aunque en el mundo real lo percibiríamos como un antisocial, el director David Miller (1909-1992) y el guionista Dalton Trumbo (1905-1976) lo convirtieron en un símbolo superior al del vaquero despojado de sus elementos vitales. John W. Burns representa al hombre libre de verdad, desprendido de propiedades y afectos, no atado siquiera a conceptos espirituales o filosóficos. Nos sublima su libertad, porque nunca nos atreveríamos a soportar la soledad y la pobreza que conducen a ella.
Burns podría escapar más fácilmente —dice el sheriff que lidera la cacería—, si abandonara a su yegua. Tiene razón, pues Whiskey se resiste a trepar las colinas y se horroriza al oír los helicópteros. Burns logra halarla cuesta arriba con una fuerza multiplicada por el amor. El vaquero no se concibe a sí mismo sin su compañera. “Eres peor que una mujer”, le dice Burns, tan exhausto como enamorado.
Lonely are the brave debe su grandeza a la dirección límpida de David Miller , al libreto igualmente preciso de Dalton Trumbo, a su final estremecedor y a la actuación de Kirk Douglas, ese genio para el cual ninguna pasión, elevada o infernal, era inalcanzable.

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