viernes, 14 de septiembre de 2018

Réquiem

A mi padre,
Horacio Rosales Sarria
(1952-2018)

Creo en ti, padre que has muerto para siempre,
padre que ya no existes, que no eres, que no estás.
Creo en ti porque esperabas la muerte y, sin embargo,
vi tu asombro cuando empezó a faltarte el aire;
porque no te levantaste,
ni abriste los ojos,
ni dijiste una sola palabra
durante los tres días de tu agonía;
porque mis lágrimas no apagaron
la fiebre que abrasaba tu cansada materia;
porque muchas veces hablamos de tu ausencia
y no me libraste del dolor universal de verte morir.

Creo en tu cuerpo desahuciado,
en tu espalda doblada por el peso del sol,
en tu frente de piedra sumergida,
en el viejo papel que envolvía tus huesos, 
en tus ojos vueltos a los dolores de adentro.
Creo en el silencio de tu corazón muerto,
en el silencio de tu pecho
bendito con mi llanto de niño,
en el silencio de todas las cosas que dejaste huérfanas,
en el silencio de los retratos ante los cuales lloramos,
en el silencio con que tus cenizas
se unirán a las cenizas del mundo.

Creo en tu infancia remota,
aunque no encuentre tu fantasma
en aquellos barrios siempre atardecidos
donde viviste la dicha de quien ignora el futuro.
Creo en tu juventud,
aunque solo queden fotografías grises como el diluvio,
memorias de casas y teatros demolidos
donde bailaste y viste películas de vaqueros
con otros difuntos que hoy están tan callados como tú.

Creo en tu mano
que serenaba mi corazón tocándome el hombro,
tu mano que la muerte y el fuego me han robado,
porque curó a quien tenía cura
y despidió con resignación al incurable.
Creo en ti, padre mortal y muerto,
porque ibas a morir y moriste,
porque deseabas vivir otros veinte años 
y ningún milagro te alentó
más allá del final de tus días,
porque animas la nada con mi tormento.

Concédeme la duda eterna
y el dolor de estar vivo entre los muertos.

miércoles, 20 de junio de 2018

El enigma de Chet Baker

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Deep in a Dream: the Long Night of Chet Baker, la biografía del trompetista y cantante escrita por John Gavin, es un libro desafiante y muy bien documentado. El autor entrevistó a varios músicos que tocaron con Baker en diferentes épocas de su vida, desde su juventud en California hasta sus últimos días en Ámsterdam, y también conversó con esposas, amantes, productores, representantes artísticos, amigos y sombras de paso en una existencia poblada de tinieblas.

El resultado de esta exhaustiva investigación, sin embargo, no es satisfactorio para quienes buscamos una respuesta al enigma Báker: ¿por qué su estilo lacónico en la trompeta y su voz, aparentemente inexpresiva, conmueven tanto o más que la bravura y la pirotecnia de otros jazzistas?

En cambio, sabemos muchas cosas que desearíamos ignorar. En cada párrafo de la biografía de Gavin emanan historias sórdidas y dolorosas. Baker emerge del libro como un cadáver cuyo aspecto fue angélical hacia los años cincuenta, cuando al músico se le consideró "El James Dean del Jazz", pero que se deterioró abominablemente desde finales de esa misma década hasta que en 1988 parecía una momia ambulante. Los agentes de esta corrupción fueron los opiáceos y la cocaína, que Baker persiguió con furia y desesperación en muchas de las ciudades a las que llevó su baladas y su leyenda de adicto endomoniado.

Gavin retrata a un hombre que abusó física y psicológicamente de todas las personas que lo amaron, que estafó y robó a médicos, benefactores y novias, que abandonó a sus hijos y arruinó muchas presentaciones por exceso o falta de drogas. Quedamos con la imagen de un zombi desdentado, mordido a lo ancho y largo de su cuerpo por las inyecciones de heroína, palfium y 'speedball'; de un abandonado de sí mismo que detestaba ducharse y que debía arrastrar unas zandalias de caucho porque sus pies, tan agujereados como sus brazos, se habían inflamado grotescamente.



El biógrafo repasa con ligereza y desdén gran parte de la discografía de Baker. Considera muchos de sus álbumes como anacronismos, fracasos de ventas o desastres artísticos. Es cierto que el músico grabó más de una centena de trabajos irregulares. Firmó contratos sin reparar en la letra menuda, porque solo le importaba hacerse con un manojo de billetes para comprar la dosis del día, cada vez más costosa. El libro de Gavin enfatiza en los ataques de críticos generalmente adversos a Baker y en el concepto de productores decepcionados con justa razón, como en el caso de Orrin Kepnews.

Otra torpeza del escritor, en materia de crítica musical, es menospreciar el Jazz de la Costa Oeste. Creer que la frenesí rítmico es la cualidad más admirable del género, y considerar que los experimentos sonoros de Howard Rumsey, Bud Shank y Bob Cooper, entre otros, eran únicamente anzuelos para críticos o melómanos pretenciosos, es rechazar la virtud suprema del jazz: su opulencia de armonías y timbres.



Al final de cuentas, entendemos que Baker se lanzó en una carrera desquiciada hacia su propia destrucción, que muchas veces se hundió hasta el fondo de su propia degradación y que nunca quiso salir a la superficie. Pero a Gavin no le importa aclarar cómo podía ese conflictivo muchacho de Oklahoma, ese delincuente juvenil que robaba gasolina en California, convertir una balada en un lamento por todas las ausencias de la vida.



Gavin se inclina por la teoría del 'idiot savant'. Baker nunca aprendió a leer música con el rigor de la mayoría de músicos profesionales. Su oído prodigioso le bastaba para comunicarse con cualquiera de sus acompañantes en un estudio o un escenario. Sin embargo, la explicación del ser ignorante y malvado que nació con un don no responde al misterio de Chet Baker.

Quizás ninguna biografía lo haga. El problema de Gavin es que ni siquiera lo intenta. El biógrafo se regodea en su odio por Baker y le interesa poco la valoración de la obra del trompetista y cantante. Parece haber olvidado que el  junkie es un capítulo de la historia y que el otro Baker, el de los solos melodiosos y la voz inconfudible, todavía es un enigma porque su música siempre nos hace olvidar todas las preguntas.