miércoles, 16 de marzo de 2022

Petro y el teatro político

Tendría yo unos diez u once años cuando, picado por una idealización de la vida en los campos, agarré un azadón y empecé a cavar en el gran potrero que estaba detrás de la casa de mis abuelos maternos. Pensaba abrir un hueco enorme y después echarle todo tipo de semillas que, por supuesto, no sabía de dónde sacar.

Unos primos más pequeños me vieron y los convencí de que me ayudaran. Les dije que íbamos a cultivar hierbabuena, tomillo, perejil, cilantro, mandarinas, mangos, manzanas, piñas y cuanto nombre del reino vegetal se me viniera a la cabeza. Buscaron palas, picas e incluso un machete en los alrededores y unos minutos después todos cabíamos en el hoyo. Sus bordes nos daban a la cintura. 

Eso fue durante una fiesta familiar, quizás un cumpleaños. Los adultos y los viejos andaban distraídos en charlas y tragos. De repente, mi abuelo Gabriel nos gritó desde la casa y rápidamente nos quitó las herramientas del juego con su fuerza de campesino. "¡Ustedes no saben lo que están haciendo! ¡Váyanse pa dentro!" Fue la única vez que lo vi tan enojado con sus nietos. 

Leyendo las declaraciones de Petro en varios periódicos, sus trinos y los del estrafalario e insulso Gustavo Bolívar, así como los lemas manidos y mesiánicos de sus entusiastas ad honórem y de sus influenciadores de a peso, se me ha venido a la cabeza esa tarde de mi niñez, porque Petro está haciendo algo muy parecido a lo que yo hice en ese potrerito de Obando, con tres grandes diferencias: Petro y sus seguidores no son niños, como yo y mis primos lo éramos; Colombia no es un pastizal donde solo comen un caballo flaco y un ternero escuálido; nosotros simplemente queríamos jugar a los agricultores, no lanzar al país hacia una idea de futuro a empujones y patadas

Petro está haciendo campaña en una nación imaginaria, donde la rama legislativa es bastante joven, progresista y tecnocrática, donde un porcentaje notable del presupuesto nacional se ha podido destinar durante muchos años a la investigación y al empleo de fuentes alternativas de energía, y donde las exportaciones o los servicios garantizan la competitividad internacional y un incremento sostenido de la calidad de vida. Uno lo lee y se pregunta desde la distancia por qué se fue de Colombia, esa Noruega, esa Finlandia tropical. Pero cuando uno vuelve a pasar vacaciones en su tierra, sospecha que Petro se ha desvelado muchas noches ojeando a Zizek y a otros rockstars de la neoizquierda que ofrecen sus pastiches ideológicos como una solución homeopática a los problemas de la macroeconomía y del medioambiente. 

Políticamente, Petro se asemeja a los ensayos de William Ospina: hay una tendencia al sermón laico, a pregonar que la utopía está a la vuelta de la esquina, que uno se la va a encontrar de frente si se siente más orgulloso de sus raíces y menos yanqui o menos europeo, si desdeña el origen francés de la palabra «gamín» y abraza de corazón lo popular o, como hablaría Petro, el sssssentirrrrr del pueblo, esa abstracción en nombre de la cual sus autodenominados intérpretes justifican el autoritarismo, la corrupción y la ineptitud. 

Al anunciar medidas de emergencia que otorgan poderes extraordinarios antes de posesionarse, proponer la construcción de un tren que atraviese a Colombia —un país donde obras mucho menos ambiciosas no empiezan siquiera a construirse durante el periodo de un alcalde—, asegurar que sus propuestas idílico-nacionalistas en materia de aranceles e hidrocarburos están por encima de tendencias económicas empíricamente demostradas, y amenazar la independencia de las instituciones para garantizar su integridad desde el Estado (léase «yo»), Petro se consolida en la imaginación de sus electores como el hombre que no le teme a nada, que no duda, que no cede, y por esa misma temeridad y dogmatismo partirá en dos la historia colombiana. 

«Si no es Petro, ¿quién más?», leí esta tarde en Twitter. Pagado o no, ese trino es una prueba de lo eficaz que resulta el teatro político. De izquierda a derecha se le promete al elector un retorno a grandezas imperiales, una defensa agresiva contra las hordas de inmigrantes, indigentes, homosexuales y transexuales que se están adueñando del poder, los recursos y la educación de las potencias blancas y cristianas, o una llegada milagrosa a un futuro utópico en el que los barriles de petróleo solo se vean en los museos y cada hogar y parque de las ciudades y los pueblos cuente con un opulento huerto orgánico. 

En mi opinión, la segunda utopía merece ser soñada y realizada mediante esfuerzos continuados. Gustavo Petro carece de la lucidez y el poder de persuasión para iniciar ese camino. Su clara tendencia a rendirse culto, su evidente incapacidad de trabajar en equipo —¿por qué otras figuras de la izquierda con una trayectoria ilustre en el Senado, en alcaldías y gobernaciones no lo respaldan? ¿Cómo olvidar esa telenovela fastidiosa de rencillas internas que fue su gobierno en Bogotá?— y su discurso de sílabas alargadas, pegajoso y con el mismo valor nutricional de un chicle, son los ingredientes de otra fórmula para el desastre

Pobre Colombia y pobres los colombianos. Pasaremos seguramente del ultraje uribista a un régimen de la intención y del tropiezo, del gesto y de la decepción, de la arbitrariedad y la contradicción. Petro, ese mismo que como Senador votó por Torquemada Ordóñez cuando este aspiraba la Procuraduría y justificó semejante desatino vanagloriándose de su magnánima tolerancia, llegará a la Casa de Nariño posando de Lenin, mas en la práctica será tristemente idéntico a López Obrador, el comediante involuntario que algunos todavía idolatran, pero que terminará siendo un chiste largo y sin gracia en la historia mexicana. 

En su campaña a la Alcaldía de Bogotá o en su anterior a la Presidencia, Petro peroraba sobre «la política del amorrrrrrr». ¿Qué era eso? Simplemente, tratar de convencer a indiferentes, escépticos, independientes y adversarios con el discurso. En palabras llanas, el ejercicio elemental de la política en un sistema democrático. Eso es Petro ahora: ruido y vacuidad. 

Como senador de la oposición, Petro era formidable. Sus denuncias de la parapolítica en un país en el que Uribe no concluía aún su segundo mandato  y donde tantos llevan un paramilitar en el corazón, como muy aceradamente escribió Antonio Caballero, deslumbraban por su valentía y claridad. Pero le pasa lo mismo que a Jorge Robledo: se le empequeñece el alma cuando toma el camino hacia el poder. En el papel de opositores, la indignación los engrandece; en el de candidatos, los hace tercos, mezquinos, inviables.

Lamentablemente, también son pobres las alternativas con las que contamos los reformistas de izquierda. Los narcisitas tecnocráticos postularon y quemaron a Alejandro Gaviria, esa mezcla de Solón y Einstein que enreda los mensajes más elementales con una prosa de humanista primíparo. Pese a posar en casi todas las fotos acariciándose la barbilla y mirando al vacío, Gaviria no pensó lo suficiente antes de aliarse con reconocidos politiqueros. El electorado reaccionó ante el eclipse de esa mente tan alabada por sus propagandistas intelectuales y académicos botándolo más que votándolo en la consulta presidencial de su partido. Queda en carrera en lo menos soso y arrogante Sergio Fajardo, sin grandes opciones debido a la indeterminación de su carácter y la lentitud de sus reacciones. Fajardo confunde la independencia con la cobardía, la mesura con la falta de claridad, la sindéresis con la soberbia. 

Obviamente, ese muñeco de feria del autoritarismo uribista vestido  con ropas nuevas y llamado Federico Gutierrez no es una opción de cambio. 

Veremos qué semilla de esperanza cae al hueco. No creo que vaya a florecer. Ojalá me equivoque por completo.  Quiero, como nunca antes en la vida, estar totalmente equivocado.