Los que trabajamos en medios de comunicación solemos quejarnos de la crisis de nuestro oficio. Lamentamos que tantos periódicos y revistas cierren operaciones o reduzcan su personal a unos mínimos de funcionamiento, que los salarios se mantengan en unos niveles muy bajos con respecto a otras profesiones; que los comunicadores, para no parecer tan prescindibles a nuestros empleadores, debamos aprender a tomar fotos, grabar videos, publicitar y mercadear productos, e incluso a gerenciar dependencias; que la lucidez y la elocuencia no sirvan para sostenernos en un cargo y atraer nuevos públicos; que para ser leídos debamos convertirnos en sirvientes de unas reinas superpoderosas, despóticas y patológicamente impacientes llamadas redes sociales.
Todos estos aullidos contienen una porción de verdad, pero la crisis es, en realidad, una transformación, una liberación y una oportunidad de reinvención laboral y personal. Con la proliferación de publicaciones escritas y audiovisuales en Internet, la verdad se ha fragmentado de tal manera que cada quien es libre de elegir en qué fragmento del espejo desea verse reflejado. En palabras menos alegóricas: la verdad ya no basta y las audiencias demandan emociones, indignación, rabia, sentimientos de justicia o de iniquidad, la sensación de ser comprendidas o vilipendiadas.
Los periodistas podemos seguir pretendiendo que somos científicos sociales y que siempre registramos los hechos con pulso firme y escritura serena. También podemos aceptar que lectores, espectadores y audiencias esperan que nos arriesguemos a la intolerancia de los poderosos y de las masas, a la muerte física y moral, al aplauso y al ridículo, para denunciar crímenes e injusticias o simplemente decir lo que otros comentan en los círculos seguros de la familia y la amistad.
Incluso en el periodismo judicial, que requiere un apego ortodoxo a la ética periodística, se le pide al reportero que abomine la impunidad o la laxitud de una condena, que reclame castigos más severos o hable por las victimas cuyos victimarios están libres. En el caso del periodismo de opinión, el columnista es, para unos, ese amigo que expresa con más elocuencia y lucidez lo que ellos piensan, y para otros, ese vecino con el se discute a gritos cuando el aburrimiento y la frustración los desbordan.
Los periodistas podemos ser ahora mucho más de lo que podíamos ser antes. En el pasado, éramos o algo telegrafistas o algo literatos, algo sociólogos o algo proselitistas, algo profetas del desastre o algo payasos. Hoy tenemos todas esas mismas facetas al alcance, pero también la posibilidad de desempeñarlas de manera más genuina y versátil. En jornadas laborales, podemos defender el equilibrio informativo; en nuestro tiempo libre, filmarnos en el papel de abanderados de una causa de izquierda o derecha, a favor o en contra. ¿Por qué no terminar una jornada en la que se han cubierto homicidios, accidentes de tránsito, linchamientos, desastres naturales, atentados terroristas, amenazas nucleares, protestas, violaciones y muertes de celebridades con una emisión en vivo, por Facebook o Instagram, en la que compartamos recetas saludables, concejos para ejercitarse en casa y técnicas de autosugestión? Es posible que en esos momentos de ocio y exhibicionismo, cuando somos menos reporteros, descubramos una mina de oro como gurús y sibaritas.
El auge de las llamadas “falsas noticias”, eufemismo para referirse a las mentiras descaradas, es una de las tantas entradas —o salidas— que se nos ofrecen en este mundo hiperconectado, ansioso, paranoico, adicto a la indignación y la furia. Hay muchas soluciones para no morirse de hambre. Podemos salir del closet de la imparcialidad, reconocer que somos ciudadanos un poco más informados y participar libremente en los movimientos de la historia, según lo dicten nuestras convicciones o prejuicios. Podemos hacer reír a unos y aburrir a otros. Podemos ser pendencieros de la derecha o la izquierda, por contrato o por neurosis. Podemos ser mucho más que reporteros o nada más que personas buscándose a sí mismas ante la mirada severa o la indiferencia de los internautas.
Somos libres de inventar la fórmula —un poco de ecuanimidad aquí, otro poco de acidez allá; una pizca de ambición o un pocillo de codicia—, y libres también de soportar o no los insultos, la burla, el desinterés o la presión de que todo nos salga igual o mejor que ese escrito o video con el cual nos ganamos, sorpresiva o calculadamente, la etiqueta de líderes de opinión, creadores de tendencias, conspiradores, contadores de historias, bufones o heraldos en busca de un mensaje.