Hace 30 años el actor inglés James Mason abandonó este mundo de premios, críticas, entrevistas y omisiones. Varias décadas antes de su muerte, acaecida el 27 de julio de 1984, había comprado un tiquete de primera clase a cierto lugar de retiro donde se gozan los lujos de la gloria y la tranquilidad del olvido.
Mason fue popular entre la mayoría de cinéfilos hace más de cincuenta años. Interpretó antihéroes y villanos en películas dirigidas por Nicholas Ray, Alfred Hitchcock y Stanley Kubrick. Apareció en concursos de la televisión estadounidense para promocionar sus filmes. Los comediantes se deleitaban imitando su acento de Yorkshire.
Pero Mason, a diferencia de James Dean y Marlon Brando, no es el ícono de una o varias generaciones. Tampoco es un emblema de Inglaterra ni un vestigio de las maneras victorianas. Interpretó seductores, espías, conspiradores y adictos en busca de la redención. Podía infundir a sus personajes una elegancia que hoy parece sobrehumana, pero que era natural en él. Ejemplos de ese fenómeno son el mayordomo dedicado al espionaje en ‘Five fingers’ (Joseph L. Mankiewicz, 1952) y el contrabandista de información secreta en ‘North by northwest’ (Alfred Hitchcock, 1953).
También lograba transformarse con sutileza en un padre de familia asediado por enfermedades y deudas, en un extorsionista enamorado de su víctima o en el carismático jefe de una banda de separatistas irlandeses. Desde los antihéroes más cercanos al heroísmo hasta los canallas entregados por completo al egoísmo, todos los grandes personajes de Mason comparten una misma angustia: la de sentir cómo su nobleza social o moral sucumbe ante la crueldad de los otros o a la destructividad interna.
“Le contaré un pequeño secreto para interpretar villanos—dijo Mason al crítico Roger Ebert en una entrevista—: los míos son usualmente decentes y casi siempre encantadores. A nadie le gusta un malhechor desagradable”. Más que un truco profesional, lo que el actor le compartió a Ebert fue una reflexión sobre la naturaleza del hombre. Agrada y atormenta al mismo tiempo simpatizar con un malvado, porque al hacerlo el espectador reconoce en él sus propias perversiones.
Mason logró que muchos se identifiquen con un terrorista como el Capitán Nemo en ‘2.000 leguas de viaje submarino’ (1954). ¿Cuántos no desearían marginarse de la sociedad y vengar su romanticismo masacrado por el poder económico o militar? ¿Quién no ha fantaseado con evadirse de su trabajo y de sus limitaciones a cualquier precio, como lo hicieron Ulysses Diello y Phillip Vandamm? ¿Cómo no envidiar en algún momento de tedio o abatimiento esa fortuna que alcanzaron los dos, aunque ejercieran la traición con tanta frialdad? ¿Cómo no soñar con escapar de los problemas cotidianos tan sofisticada e impávidamente como aquellos dos espías?
Nacido en Huddersfield, el 5 de mayo de 1909, Mason fue un rebelde a su manera. Declaró su pacifismo negándose a enlistarse en el ejército de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Su familia le abominó por ello. Después llevó su acento y sus maneras de ‘patricio’ británico a los Estados Unidos, justo cuando empezaba a surgir una generación de actores menos interesados por la dicción y los ritmos del verso que por la ferocidad de sus caracterizaciones. La diferencia entre los dos estilos puede apreciarse en la adaptación de ‘Julio César’ (1953) dirigida por Joseph L. Mankiewicz, en la cual Mason encarna a Bruto y Marlon Brando, a Marco Antonio.
La rebeldía de Mason continúo hasta su muerte. Protagonizó y produjo 'Bigger than life' (1956), filme en el que un profesor de colegio y padre de familia se vuelve adicto a las pastillas de cortisona. Visto fuera de su contexto, el filme parece un melodrama atrapado en los colores y la moral de su época. En aquel entonces esa obra dirigida por otro iconoclasta legendario, llamado Nicholas Ray, era una crítica a los ideales estadounidenses de mitad de siglo. Mason y Ray se aliaron para mostrar cómo la psicosis, el abuso y el fundamentalismo religioso moraban silenciosamente en los hogares, mientras esposos, madres e hijos mantenían apariencias de armonía y prosperidad.
Seis años después Mason apareció en ‘Lolita’ (1962) como Humbert Humbert, el erudito tímido y caballeroso perdidamente enamorado de una joven de 14 años. Algunos puristas critican que el actor inglés haya convertido a ese profesor pervertido y pedante en un ser mucho más amable. Al contrario, es necesario aplaudirlo por esa transformación del personaje. Al no satanizar ni caricaturizar a Humbert Humbert, Mason y Kubrick desnudaron la fragilidad de la cultura, el intelecto o la educación frente a la carnalidad. Esta versión de Lolita no es solo la historia de un pederasta y de su caída al infierno de lo prohibido, sino un relato de la vida misma: la pérdida y búsqueda de la inocencia y la juventud, los intentos de matar las soledad apegándose a otro cuerpo, la imposibilidad de lograrlo y finalmente los esfuerzos por salvarse cuando la decadencia es ya irremediable.
“Quiero ser recordado como un actor de carácter bastante deseable”, confesó Mason en un doble ejercicio de modestia y humor. La vejez lo encontró inventando a otro villano ejemplar, Ed Concannon, un abogado que por su codicia y cinismo era llamado ‘El príncipe de las tinieblas’ en 'El Veredicto' (Sidney Lumet, 1982). Los años lo habían despojado del garbo, pero él conservaba la voz y los gestos para ilustrar las virtudes y los pecados de la humanidad sin exagerar en la demostración. El actor lleva treinta años de inmortalidad y cumplirá mucho más, posiblemente tantos como el cine. Hoy se le recuerda como mucho más que un galán de tiempos pasados convertido en artesano de monstruos impecables. Él es un símbolo para quienes iluminan con las artes y el pensamiento esas regiones de lo humano donde se enfrentan sin tregua la razón y la bestialidad.
Mason fue popular entre la mayoría de cinéfilos hace más de cincuenta años. Interpretó antihéroes y villanos en películas dirigidas por Nicholas Ray, Alfred Hitchcock y Stanley Kubrick. Apareció en concursos de la televisión estadounidense para promocionar sus filmes. Los comediantes se deleitaban imitando su acento de Yorkshire.
Pero Mason, a diferencia de James Dean y Marlon Brando, no es el ícono de una o varias generaciones. Tampoco es un emblema de Inglaterra ni un vestigio de las maneras victorianas. Interpretó seductores, espías, conspiradores y adictos en busca de la redención. Podía infundir a sus personajes una elegancia que hoy parece sobrehumana, pero que era natural en él. Ejemplos de ese fenómeno son el mayordomo dedicado al espionaje en ‘Five fingers’ (Joseph L. Mankiewicz, 1952) y el contrabandista de información secreta en ‘North by northwest’ (Alfred Hitchcock, 1953).
También lograba transformarse con sutileza en un padre de familia asediado por enfermedades y deudas, en un extorsionista enamorado de su víctima o en el carismático jefe de una banda de separatistas irlandeses. Desde los antihéroes más cercanos al heroísmo hasta los canallas entregados por completo al egoísmo, todos los grandes personajes de Mason comparten una misma angustia: la de sentir cómo su nobleza social o moral sucumbe ante la crueldad de los otros o a la destructividad interna.
“Le contaré un pequeño secreto para interpretar villanos—dijo Mason al crítico Roger Ebert en una entrevista—: los míos son usualmente decentes y casi siempre encantadores. A nadie le gusta un malhechor desagradable”. Más que un truco profesional, lo que el actor le compartió a Ebert fue una reflexión sobre la naturaleza del hombre. Agrada y atormenta al mismo tiempo simpatizar con un malvado, porque al hacerlo el espectador reconoce en él sus propias perversiones.
Mason logró que muchos se identifiquen con un terrorista como el Capitán Nemo en ‘2.000 leguas de viaje submarino’ (1954). ¿Cuántos no desearían marginarse de la sociedad y vengar su romanticismo masacrado por el poder económico o militar? ¿Quién no ha fantaseado con evadirse de su trabajo y de sus limitaciones a cualquier precio, como lo hicieron Ulysses Diello y Phillip Vandamm? ¿Cómo no envidiar en algún momento de tedio o abatimiento esa fortuna que alcanzaron los dos, aunque ejercieran la traición con tanta frialdad? ¿Cómo no soñar con escapar de los problemas cotidianos tan sofisticada e impávidamente como aquellos dos espías?
Nacido en Huddersfield, el 5 de mayo de 1909, Mason fue un rebelde a su manera. Declaró su pacifismo negándose a enlistarse en el ejército de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Su familia le abominó por ello. Después llevó su acento y sus maneras de ‘patricio’ británico a los Estados Unidos, justo cuando empezaba a surgir una generación de actores menos interesados por la dicción y los ritmos del verso que por la ferocidad de sus caracterizaciones. La diferencia entre los dos estilos puede apreciarse en la adaptación de ‘Julio César’ (1953) dirigida por Joseph L. Mankiewicz, en la cual Mason encarna a Bruto y Marlon Brando, a Marco Antonio.
La rebeldía de Mason continúo hasta su muerte. Protagonizó y produjo 'Bigger than life' (1956), filme en el que un profesor de colegio y padre de familia se vuelve adicto a las pastillas de cortisona. Visto fuera de su contexto, el filme parece un melodrama atrapado en los colores y la moral de su época. En aquel entonces esa obra dirigida por otro iconoclasta legendario, llamado Nicholas Ray, era una crítica a los ideales estadounidenses de mitad de siglo. Mason y Ray se aliaron para mostrar cómo la psicosis, el abuso y el fundamentalismo religioso moraban silenciosamente en los hogares, mientras esposos, madres e hijos mantenían apariencias de armonía y prosperidad.
Seis años después Mason apareció en ‘Lolita’ (1962) como Humbert Humbert, el erudito tímido y caballeroso perdidamente enamorado de una joven de 14 años. Algunos puristas critican que el actor inglés haya convertido a ese profesor pervertido y pedante en un ser mucho más amable. Al contrario, es necesario aplaudirlo por esa transformación del personaje. Al no satanizar ni caricaturizar a Humbert Humbert, Mason y Kubrick desnudaron la fragilidad de la cultura, el intelecto o la educación frente a la carnalidad. Esta versión de Lolita no es solo la historia de un pederasta y de su caída al infierno de lo prohibido, sino un relato de la vida misma: la pérdida y búsqueda de la inocencia y la juventud, los intentos de matar las soledad apegándose a otro cuerpo, la imposibilidad de lograrlo y finalmente los esfuerzos por salvarse cuando la decadencia es ya irremediable.
“Quiero ser recordado como un actor de carácter bastante deseable”, confesó Mason en un doble ejercicio de modestia y humor. La vejez lo encontró inventando a otro villano ejemplar, Ed Concannon, un abogado que por su codicia y cinismo era llamado ‘El príncipe de las tinieblas’ en 'El Veredicto' (Sidney Lumet, 1982). Los años lo habían despojado del garbo, pero él conservaba la voz y los gestos para ilustrar las virtudes y los pecados de la humanidad sin exagerar en la demostración. El actor lleva treinta años de inmortalidad y cumplirá mucho más, posiblemente tantos como el cine. Hoy se le recuerda como mucho más que un galán de tiempos pasados convertido en artesano de monstruos impecables. Él es un símbolo para quienes iluminan con las artes y el pensamiento esas regiones de lo humano donde se enfrentan sin tregua la razón y la bestialidad.

