domingo, 7 de septiembre de 2014

Final de música

A Felipe

Recuerdo que hace un par de años te comenté que, al parecer, iban a cerrar la discotienda. Tú sabes de cuál hablo. En otros países y ciudades hemos entrado a locales cuatro, cinco o seis veces más amplios. Te habrán sorprendido, como a mí, los laberintos de estanterías, las pantallas táctiles para acceder al catálogo nacional de la franquicia, las estaciones con audífonos donde puedes oír fragmentos de varias grabaciones, las escaleras eléctricas, los ascensores y las cafeterías.

Pero cuando yo te hablo de la discotienda tú sabes de inmediato a qué lugar me refiero.

Ahora sí es un hecho que la cerraron. Hace un año vi su entrada cubierta por una gran pared de madera sin letrero alguno. Semanas después apareció un telón anunciando la remodelación y pronta reinauguración de la discotienda. Me alegró enterarme de que estaba resistiendo a su final inminente. Podría visitarla una vez más —pensaba— y si el azar era generoso, alcanzaríamos a reencontrarnos ahí. No sé por qué no te di las noticias de su supervivencia.

Anoche, alrededor de las nueve y media, no vi la pared de madera ni la vitrina en penumbra, sino una inmensa cortina naranja. En el centro de la tela se destaca una marca, seguramente de una tienda de ropa, y debajo del emblema se lee la palabra “pronto”.

Quise escribirte en ese mismo instante. Lo primero que hice fue preguntar en voz alta qué sería de don Rodolfo, como si el viento frío de la tristeza pudiera llevarte mi voz. Recordé esos días en los que ayunábamos durante los recreos para comprar discos y esas tardes dedicadas a oír, oír y oír veinte, treinta o cuarenta CD para elegir el único que podíamos comprar con un manojo de billetes y unas cuantas monedas.

Ir a la discotienda era el ritual de nuestra verdadera fe: la música. Caminábamos desde el colegio y, si era fin de semana, tomábamos el bus cerca de nuestras casas. Era mejor que nadie nos acompañara además de nosotros dos, porque así podíamos pasar las horas oyendo discos y decidiendo en cuál invertir nuestros ahorros de bachilleres. A veces, cuando nos dejaban salir más temprano del colegio, íbamos al mediodía. Habrás sentido que las suelas de los zapatos se te derretían, pero no te importó, como tampoco nos atemorizó ninguna tempestad en el camino a ese nirvana musical.

Al llegar contábamos siempre con el saludo entusiasta de don Rodolfo. Su fuerte apretón de manos, y su manera igualmente enérgica de llamarnos “¡caballeros!”, nos hacían sentir adultos. En ese entonces, apenas teníamos trece, catorce o quince años de edad. No solo nos apretaba las manos con fuerza, sino que agitaba nuestros brazos y así nos sacudía el hambre y el cansancio. Nos indicaba con un movimiento cortés que pasáramos al segundo piso, donde estaban separadas las grabaciones sinfónicas, operáticas y de jazz. Aún subíamos las escaleras cuando él empezaba a recomendarnos un álbum tras otro. Nos dejaba apilar columnas de CD y nos acomodaba los asientos para que los escucháramos en los reproductores. Oíamos tronar los instrumentos por los audífonos, sin dejar de charlar con él sobre directores de orquesta, pianistas, violinistas, tenores, barítonos, sopranos, compositores y jazzistas.

Nos daban las cuatro, cinco o seis de la tarde sin almorzar. Lo único que nos importaba era elegir la versión más enfática de La Mer, Cuadros de una Exposición o de la Sinfonía Heroica de Beethoven. Necesitábamos un CD que nos ayudara a soportar el tedio de las labores escolares, especialmente aquellas que nos hacían desvelar en esos domingos lúgubres del bachillerato.

Mientras comparábamos interpretaciones de Herbert von Karajan, Pierre Boulez o Leonard Bernstein de una misma obra, o nos debatíamos si llevar un álbum de Django Reindhart en vez de uno de Art Blakey and the Jazz Messengers, don Rodolfo explicaba por qué las sinfonías de Mozart o Haydn debían tocarse como música de cámara, por qué algunas concepciones románticas de partituras barrocas eran desdeñables y nos recomendaba oír alguna composición de la que no teníamos idea, pero que no pocas veces terminaba fascinándonos. Son muchas las piezas cuyo descubrimiento le debemos. En mi caso, le agradezco el haberme hablado por primera vez de las Danzas Sacra y Profana, de Debussy, y de los Juegos de Agua en la Villa de Este, de Liszt, dos piezas que nunca fallan en librarme de la ira, el abatimiento y la angustia.


Además de contagiarnos su pasión por la música de Bach, Handel, Haydn, Mahler, Bruckner, Respighi y otros compositores a los que habríamos tardado mucho más en llegar —si es que hubiésemos llegado algún día—, la generosidad de don Rodolfo desbordaba lo intelectual. Una vez, cuando le prometí volver por un disco que me había gustado mucho, pero para el cual no me alcanzaban los ahorros, él sacó su billetera, me prestó 10.000 pesos y me animó a comprarlo, sin que a mí se me hubiera ocurrido jamás pedírselos. Avergonzado y aturdido, me negaba a aceptarlos. Él insistió en que podía devolvérselos la semana siguiente, que lo importante era que  llevara el CD antes que otro comprador. Finalmente los tomé y me esforcé por pagárselos lo más pronto posible. Días después fui a la discotienda, le entregué los 10.000 pesos y él los recibió sorprendido y sonriente, asegurando que se había olvidado por completo de habérmelos prestado.

Recuerdo que una vez entré a la discotienda mientras una de las vendedoras celebraba que un señor había comprado un millón de pesos en grabaciones de óperas y sinfonías. Desde aquel momento, mi idea de la fortuna era poder adquirir esas cajas con todas las obras de Beethoven, las óperas de Wagner y la compilación especial de los 100 años del sello Deutsche Grammophon. Soñaba con poder llevarme todas esas columnas de discos que amontonábamos junto a los reproductores de CD,  en vez de elegir uno solo. Aunque también es cierto que una de las motivaciones para seguir estudiando y viviendo era poder comprar esos discos que nos habían gustado, pero que habíamos tenido que dejar allá.

Pasaron los años y terminamos nuestras carreras, pero los tiempos y los gastos nos impidieron convertirnos en coleccionistas de discos. Ahora toda la obra de Mozart está a un click de distancia. Ya no es necesario ayunar para oír múltiples versiones de toda la obra pianística de Ravel. Solo basta un computador y una buena conexión a internet. Sin embargo, ni la más sofisticada de las tecnologías podrá devolvernos jamás a esa discotienda donde la felicidad era un olor a sándalo y a canela; donde la dicha sonaba como violines, oboes o saxofones; donde podíamos hablar de música sin que los roqueros ni los bohemios nos desearan una vida de ostracismo y virginidad.

Bastaba aquel aroma de hogar próspero y el saludo de don Rodolfo al pasar enfrente —nunca dejó de preguntarme por ti—, para regresar por un instante a la adolescencia, cuando oíamos en la discotienda los ecos de un futuro más luminoso que ese pasado y más grandioso que este presente. En unos años nos asomaremos a las vitrinas de ese almacén de ropa. Quizás seamos más felices y sabios, pero ciertamente nos veremos más desengañados en los cristales.

domingo, 27 de julio de 2014

James Mason cumple treinta años de inmortalidad

Hace 30 años el actor inglés James Mason abandonó este mundo de premios, críticas, entrevistas y omisiones. Varias décadas antes de su muerte, acaecida el 27 de julio de 1984, había comprado un tiquete de primera clase a cierto lugar de retiro donde se gozan los lujos de la gloria y la tranquilidad del olvido.

Mason fue popular entre la mayoría de cinéfilos hace más de cincuenta años. Interpretó antihéroes y villanos en películas dirigidas por Nicholas Ray, Alfred Hitchcock y Stanley Kubrick. Apareció en concursos de la televisión estadounidense para promocionar sus filmes. Los comediantes se deleitaban imitando su acento de Yorkshire.

Pero Mason, a diferencia de James Dean y Marlon Brando, no es el ícono de una o varias generaciones. Tampoco es un emblema de Inglaterra ni un vestigio de las maneras victorianas. Interpretó seductores, espías, conspiradores y adictos en busca de la redención. Podía infundir a sus personajes una elegancia que hoy parece sobrehumana, pero que era natural en él. Ejemplos de ese fenómeno son el mayordomo dedicado al espionaje en ‘Five fingers’ (Joseph L. Mankiewicz, 1952) y el contrabandista de información secreta en ‘North by northwest’ (Alfred Hitchcock, 1953).

También lograba transformarse con sutileza en un padre de familia asediado por enfermedades y deudas, en un extorsionista enamorado de su víctima o en el carismático jefe de una banda de separatistas irlandeses. Desde los antihéroes más cercanos al heroísmo hasta los canallas entregados por completo al egoísmo, todos los grandes personajes de Mason comparten una misma angustia: la de sentir cómo su nobleza social o moral sucumbe ante la crueldad de los otros o a la destructividad interna.

“Le contaré un pequeño secreto para interpretar villanos—dijo Mason al crítico Roger Ebert en una entrevista—: los míos son usualmente decentes y casi siempre encantadores. A nadie le gusta un malhechor desagradable”. Más que un truco profesional, lo que el actor le compartió a Ebert fue una reflexión sobre la naturaleza del hombre. Agrada y atormenta al mismo tiempo simpatizar con un malvado, porque al hacerlo el espectador reconoce en él sus propias perversiones.

Mason logró que muchos se identifiquen con un terrorista como el Capitán Nemo en ‘2.000 leguas de viaje submarino’ (1954). ¿Cuántos no desearían marginarse de la sociedad y vengar su romanticismo masacrado por el poder económico o militar? ¿Quién no ha fantaseado con evadirse de su trabajo y de sus limitaciones a cualquier precio, como lo hicieron Ulysses Diello y Phillip Vandamm? ¿Cómo no envidiar en algún momento de tedio o abatimiento esa fortuna que alcanzaron los dos, aunque ejercieran la traición con tanta frialdad? ¿Cómo no soñar con escapar de los problemas cotidianos tan sofisticada e impávidamente como aquellos dos espías?

Nacido en Huddersfield, el 5 de mayo de 1909, Mason fue un rebelde a su manera. Declaró su pacifismo negándose a enlistarse en el ejército de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Su familia le abominó por ello. Después llevó su acento y sus maneras de ‘patricio’ británico a los Estados Unidos, justo cuando empezaba a  surgir una generación de actores menos interesados por la dicción y los ritmos del verso que por la ferocidad de sus caracterizaciones. La diferencia entre los dos estilos puede apreciarse en la adaptación de ‘Julio César’ (1953) dirigida por Joseph L. Mankiewicz, en la cual Mason encarna a Bruto y Marlon Brando, a Marco Antonio.

La rebeldía de Mason continúo hasta su muerte. Protagonizó y produjo 'Bigger than life' (1956), filme en el que un profesor de colegio y padre de familia se vuelve adicto a las pastillas de cortisona. Visto fuera de su contexto, el filme parece un melodrama atrapado en los colores y la moral de su época. En aquel entonces esa obra dirigida por otro iconoclasta legendario, llamado Nicholas Ray, era una crítica a los ideales estadounidenses de mitad de siglo. Mason y Ray se aliaron para mostrar cómo la psicosis, el abuso y el fundamentalismo religioso moraban silenciosamente en los hogares, mientras esposos, madres e hijos mantenían apariencias de armonía y prosperidad.


Seis años después Mason apareció en ‘Lolita’ (1962) como Humbert Humbert, el erudito tímido y caballeroso perdidamente enamorado de una joven de 14 años. Algunos puristas critican que el actor inglés haya convertido a ese profesor pervertido y pedante en un ser mucho más amable. Al contrario, es necesario aplaudirlo por esa transformación del personaje. Al no satanizar ni caricaturizar a Humbert Humbert, Mason y Kubrick desnudaron la fragilidad de la cultura, el intelecto o la educación frente a la carnalidad. Esta versión de Lolita no es solo la historia de un pederasta y de su caída al infierno de lo prohibido, sino un relato de la vida misma: la pérdida  y búsqueda de la inocencia y la juventud, los intentos de matar las soledad apegándose a otro cuerpo, la imposibilidad de lograrlo y finalmente los esfuerzos por salvarse cuando la decadencia es ya irremediable.

“Quiero ser recordado como un actor de carácter bastante deseable”, confesó Mason en un doble ejercicio de modestia y humor. La vejez lo encontró inventando a otro villano ejemplar, Ed Concannon, un abogado que por su codicia y cinismo era llamado ‘El príncipe de las tinieblas’ en 'El Veredicto' (Sidney Lumet, 1982). Los años lo habían despojado del garbo, pero él conservaba la voz y los gestos para ilustrar las virtudes y los pecados de la humanidad sin exagerar en la demostración. El actor lleva treinta años de inmortalidad y cumplirá mucho más, posiblemente tantos como el cine. Hoy se le recuerda como mucho más que un galán de tiempos pasados convertido en artesano de monstruos impecables. Él es un símbolo para quienes iluminan con las artes y el pensamiento esas regiones de lo humano donde se enfrentan sin tregua la razón y la bestialidad.